En este domingo XIV del Tiempo Ordinario la palabra de Dios nos presenta una realidad muy concreta: cómo ser testigos a pesar de que todo se nos ponga en contra. La segunda carta de San Pablo a los Corintios nos regala una enseñanzas clarividentes: ''Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad... Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte''. Hay ocasiones en que la debilidad se muestra no sólo en nuestra salud, nuestro físico o nuestro intelecto, sino que también aparece en nuestro entorno: familia, amigos, compañeros, entre los que no nos atrevemos a dar testimonio del Señor para no tener que discutir o elegir entre ellos o Él. Por no complicarnos la vida guardamos silencio y negamos de algún modo a Jesús.
En el evangelio de este domingo vemos claramente esta realidad de choque y confrontación del mismo Jesucristo con los paisanos de su pueblo, con las gentes de Nazaret donde se había criado y crecido. Es curioso ver cómo en los años de vida pública atravesando tantas poblaciones las gentes le seguían, se agolpaban para escucharle y le hacían grandes recibimientos, o incluso no querían que se fuera de algunos pueblos donde hablaban incluso de tenerlo por líder y, sin embargo, vemos que cuando acude con sus discípulos al lugar donde vivía su madre y su familia no sólo muestran menosprecio hacia él hasta el punto de comentar ''¿No es éste el carpintero, el hijo de María?'', sino que se aprecia en el ambiente verdadero rechazo; los nazarenos se mostraban poco receptivos y recelosos. El Hijo de Dios no encuentra hospitalidad en Nazaret, a pesar de que todo el mundo le llamaba el nazareno. De aquí sale ese dicho que empleamos en el lenguaje coloquial cuando una persona de un lugar destaca o tiene éxito en algo y la gente de su pueblo le critica; decimos: ¡nadie es profeta en su tierra! Que en realidad es un resumen de la sentencia que pronunció Jesús aquel día: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». Palabras duras, sin duda, pero que ponían de relieve la tristeza que embargaba su corazón.
Esta situación tuvo consecuencias; como decimos coloquialmente: ''no estaba el horno para bollos'' y por ello el Maestro se irá de allí sin obrar milagros, sin detenerse en grandes predicaciones o curaciones como en otros sitios, pues se encontró en los suyos oídos sordos y corazones ciegos. Había un prejuicio inicial previo que levantaba un muro imposible de atravesar. Esta realidad lo vivimos incluso en ocasiones los sacerdotes. Pongamos por caso dos pueblos que se llevan mal, y la gente de un pueblo habla mal de la gente y del sacerdote del pueblo de al lado y viceversa, y al fallecer uno de los sacerdotes resulta que el otro se convierte en su nuevo párroco: ¿serán capaces de recibirle, de abrir su corazón y mostrarse acogedores tras décadas de inquinas sin fundamento?... O por ejemplo, ahora que estamos en verano y es el tiempo del cambio y nombramientos de sacerdotes, envían a un nuevo párroco a una parroquia que no es del estilo, forma de pensar o criterios como los curas anteriores, y ya antes de que ponga un pie "in situ" comienzan las etiquetas y difamaciones declarándole enemigo, y el día antes de que tome posesión optan ya por empezar a frecuentar otra parroquia para evitar que tener si quiera que verle... En esto que puede parecer que sólo hay un lado malo, también hay un lado bueno, y es que estas situaciones a los sacerdotes nos llena de paz pensando que el mismo Jesús pasó por ello antes que nosotros. Se hizo verdad en este desprecio de sus vecinos que: ''Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron'' (Jn 1,11). Siempre en todos los pueblos hay las típicas personas que cuando ven al sacerdote pasar sienten la necesidad de blasfemar, de ponerse a criticarlo o de decir que había que tirarlo al río o al mar; decía un amigo sacerdote ya fallecido, D. Luis Marino, que esa era la constatación de lo mal que le sienta al demonio la presencia del pastor en medio de su grey. Que lo hagan los ateos del pueblo pues va dentro de lo esperable, pero que personas que se dicen cristianas actúen igual o con indiferencia ante sus ataques muestran necia fidelidad al anterior, y dejan a la vista que no han entendido nada de que va ser discípulos de Cristo, pues hacen exactamente lo mismo que los nazarenos con Jesús. Nada nos ha de preocupar, pues el salmista lo sintetiza: ''nuestros ojos están puestos en el Señor, esperando su misericordia''...
El Señor quiere ser recibido en nuestro corazón, pero a menudo se encuentra las puertas cerradas como lo estaban en su pueblo. Dios a veces quiere hablarnos y llegar a nosotros, pero no puede hacerlo, pues las personas que quiere utilizar como intermediarios son precisamente a las que nosotros negamos el saludo o consideramos enemigos y personas a odiar hasta el fin de los tiempos, condenando nuestro sufrimiento y nuestra alma al infierno. No somos capaces de reconocer a los profetas que pasan a nuestro lado y a los enviados que nos manda el Señor, y no somos capaces de ver ni con los ojos del alma y mucho menos con los del cuerpo. Algún día habremos de escuchar de nuevo esas rotundas palabras que el profeta Ezequiel nos ha narrado en la primera lectura: ''También los hijos tienen dura la cerviz y el corazón obstinado; a ellos te envío para que les digas: "Esto dice el Señor." Te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos''. Ojalá sepamos descubrir en las personas que no amamos y que cada día debiéramos amar más el mensaje y presencia que el Señor quiere enviarnos, y no nos quedemos encerrados en una ignorancia soberbia.
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