(Infovaticana) Hoy, fiesta del Dulce Nombre de María, podemos detenernos en una experiencia sencilla y a la vez profunda: pensar cómo ese Nombre bendito de María ha estado en nuestros labios desde niños, cómo lo hemos recibido de nuestros padres y abuelos como la herencia más preciosa, y cómo deseamos conservarlo hasta el último aliento de nuestra vida.
Dice el libro del Eclesiástico: «Como perfume derramado es Tu Nombre» (Eclo 24,20). Si hay un nombre que perfuma y embellece el alma, que endulza los labios y fortalece el corazón, ese es el Nombre de María. No es un nombre cualquiera: en él resuena la historia de nuestra salvación, la ternura de Dios hecha rostro femenino, la cercanía de una Madre que nos acompaña.
Hoy recordamos con emoción cómo aprendimos a pronunciar este Nombre en la catequesis primera, de la mano de nuestros padres y abuelos. Quizá nuestra madre nos enseñó a juntar las manos y decir despacito: «Dios te salve, María…». Tal vez nuestro abuelo nos bendijo antes de dormir con el signo de la cruz, susurrando: «Que la Virgen María te me cuide». Aquellos gestos sencillos han marcado nuestra vida más que mil discursos.
María estuvo unida a nuestras primeras oraciones, a nuestras alegrías infantiles y a nuestros miedos de niño. Cuando algo nos asustaba, repetíamos casi instintivamente: «Virgencita, María, ayúdame». El Nombre de María se convertía en nuestro refugio, en un escudo invisible que nos daba paz.
Y así, con el paso de los años, hemos experimentado que este Nombre no envejece. Acompaña todas las etapas de nuestra existencia. En la juventud, cuando las pasiones se agitan y la vida se abre como un horizonte incierto, invocar a María es hallar pureza, orientación y consuelo. En la madurez, cuando pesan las responsabilidades, repetir Su Nombre nos devuelve serenidad y confianza. Y en la vejez, cuando el tiempo parece agotarse, pronunciar «María» es saborear ya un anticipo del cielo.
Los santos lo han entendido bien. San Alfonso María de Ligorio decía: «Quien ama a María, tiene asegurada la perseverancia final». Y san Bernardo, en una célebre homilía, nos dejó aquellas palabras inmortales: «En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. Que nunca se aparte de tus labios ni de tu corazón».
El nombre de María es sello de eternidad. Pensemos en la última hora de nuestra vida: ¿qué palabra querríamos pronunciar al entregar el alma a Dios? Qué dicha si fuera esta: «María». Sí, que Su Nombre sea el sello final de nuestros labios, la llave que abra la puerta de la eternidad, la melodía que nos conduzca suavemente al encuentro con su Hijo.
San Buenaventura afirmaba: «Jamás perecerá quien invoca a María con amor». Y la experiencia de tantos cristianos moribundos lo confirma: ¡qué paz y qué confianza brota en el corazón cuando se susurra ese nombre en la hora postrera!
Pero no solo en la vida personal: también en la vida de la Iglesia el Mombre de María ha sido siempre dulzura y fortaleza. Se le ha cantado en letanías, himnos y oraciones. Se ha grabado en ermitas, capillas y catedrales. Se ha repetido en procesiones y peregrinaciones. Se ha convertido en la melodía de la fe transmitida de generación en generación. No permitamos que este tesoro se pierda. En un mundo que tantas veces envenena el corazón con palabras duras, con nombres que dividen o hieren, volvamos a este Nombre que sana, que une, que endulza. Enseñemos a nuestros niños a pronunciarlo. Recordemos a nuestros jóvenes que es una brújula segura. Y mantengámoslo en nuestros mayores como prenda de esperanza. Hoy, fiesta del Dulce Nombre de María, renovemos un propósito muy sencillo y a la vez muy grande: que el Nombre de María esté siempre en nuestros labios. Al despertar y al acostarnos, en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, que María sea nuestra compañía. Y cuando llegue el momento de cruzar el umbral hacia la eternidad, pidamos la gracia de entregar el alma diciendo, como un niño que llama a su madre: «María», como La llamaba Su Jesús, Quien, Palabra eterna de Dios, aprendió en Nazaret a balbucear palabras humanas. Y entre las primeras que brotarían de sus labios de niño estuvo, con toda certeza, el nombre de su Madre: «María».
Qué hondura inalcanzable tiene este misterio: el Hijo eterno de Dios llamando a su propia Madre por Su Nombre. Cada vez que Jesús pronunciaba «María», ese Nombre era acariciado por la voz divina y elevado a una dignidad indescriptible.
Imaginemos a Jesús niño, corriendo por la casa de Nazaret, llamando con alegría: «¡María!». Imaginemos al jovencito que, fatigado del trabajo en el taller, descansaba en pronunciar suavemente el nombre de su Madre. Para Jesús, decir «María» era pronunciar la ternura de Dios hecha carne, la fidelidad de la Alianza, la presencia humana más pura de Su vida terrena.
También José, el varón justo, saboreaba ese Nombre con una dulzura única. Para él, «María» era el nombre de la esposa virginal confiada a su cuidado. ¡Cuántas veces, en las horas de bochorno en el trabajo, se reconfortaría recordando ese Nombre! ¡Cuánto gozo sentiría al llamarla cada mañana, al trabajar juntos, al dialogar en la intimidad sencilla de la casita nazaretana!
José descubría en ese Nombre la fidelidad de Dios a las promesas de Israel. Y aprendía, en el silencio orante de su corazón, que pronunciar «María» era invocar a la criatura en Quien el mismo Dios había puesto Sus delicias.
Y Juan Evangelista, el discípulo amado, al recibir a la Señora como Madre en el Calvario, pronunció ese Nombre desde entonces con veneración y ternura indescriptibles. En Jerusalén primero, y luego en Éfeso, cada vez que decía «María» era como abrir una puerta al misterio de Dios.
¿Quién podrá barruntar lo que sentía Juan al llamar por su Nombre a la Madre del Señor? Aquel que había reclinado la cabeza sobre el pecho de su Maestro ahora podía recostar su vida entera en la Madre de Cristo. Y cada vez que la llamaba «María», un estremecimiento de cielo corría por sus venas.
De Jesús, José y Juan podemos aprender nosotros a pronunciar este Nombre con dulzura entrañable. El Nombre de María no debe estar en nuestros labios como algo rutinario, sino como un acto de amor filial. Cada vez que decimos «María», imitamos a Jesús niño llamando a su Madre; cada vez que decimos «María», imitamos a José esposo pronunciando el nombre más bello de la tierra; cada vez que decimos «María», imitamos a Juan discípulo que saboreaba ya el cielo en la tierra.
El Señor nos conceda la gracia de pronunciar siempre este Nombre con amor, con respeto y con ilimitada confianza. Que cuando digamos «María», resuene en nosotros la voz de Jesús, de José, de Juan. Y que un día, en la eternidad, podamos unir nuestra voz al coro de los ángeles, que no se cansan de repetir: «¡María!»
Porque el Nombre de María es fortaleza y victoria contra el demonio. Desde el principio de la Sagrada Escritura una promesa sostiene nuestra esperanza: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el Suyo: Ella te aplastará la cabeza» (Gn 3,15). Esa mujer es María. Y el Nombre de María, unido al de Jesús, ha sido siempre terror para los demonios y estandarte de victoria para los cristianos.
El demonio tiembla ante este Nombre, porque sabe que en María se encierra su derrota. Cada cristiano experimenta que cuando la tentación aprieta, basta invocar a la Virgen para encontrar fuerza. San Alfonso María de Ligorio asegura: «El que persevera en invocar a María, se salvará». Y san Bernardo afirma, en du hermosa oración _Memorare_ : «Nunca se oyó decir que ninguno de los que han acudido a Ti haya sido abandonado».
El Nombre de María es la llave que abre el corazón de Dios y cierra las puertas al enemigo. Es un escudo poderoso en la lucha espiritual: la historia de los pueblos cristianos lo confirma.
El 12 de septiembre de 1683, en la batalla de Viena, los ejércitos de la cristiandad, amenazados por la invasión otomana, obtuvieron la victoria no solo con armas humanas, sino invocando el Nombre de María. El beato capuchino Marco de Aviano animaba a las tropas a gritar «¡María!», y el papa beato Inocencio XI atribuyó la victoria a la protección de la Virgen. Desde entonces, la Iglesia quiso instituir la fiesta del Dulce Nombre de María como memoria viva de esta victoria. Y lo hizo para que los cristianos de todos los tiempos supiéramos que en las batallas de la historia, como en las del alma, el Nombre de María es siempre bandera de triunfo.
Cada hombre libra también una batalla interior. El mundo, el demonio y la carne se alían contra nosotros. Pero tenemos un arma invencible: invocar a María. Cuando repetimos Su Nombre en la prueba, cuando lo decimos en medio de la tentación, cuando lo susurramos en el dolor, una paz misteriosa nos envuelve y nos hace fuertes.
No olvidemos que María no es solo dulzura: es también fortaleza. Su Nombre no es solo consuelo: es escudo. Su Nombre no es solo melodía: es espada. Y por eso la Iglesia, al celebrar esta fiesta, quiere que renovemos nuestra confianza en Su protección.
Grabemos en el corazón una certeza: quien invoca este Dulce Nombre de María con fe jamás será derrotado. Aprendamos a repetirlo con ternura en la paz y con fuerza en la lucha, con gratitud en la alegría y con confianza en la tribulación.
Y cuando llegue nuestra última batalla, la del tránsito a la eternidad, que podamos despedirnos de este mundo con el Nombre de María en los labios. Será la mejor defensa, la más suave música y la llave de nuestro cielo.