sábado, 13 de abril de 2013

El oficio de Pedro, el ministerio del Papa

Guillermo Juan Morado
 
Guillermo Juan Morado
 
El Señor Resucitado “se apareció otra vez a sus discípulos”. Es Él quien siempre toma la iniciativa para dejarse ver por los suyos, para salir a su encuentro. Frente a la imagen de los discípulos faenando de noche en el mar, ocupados en una pesca que resulta infructuosa, resalta la presencia de Jesús, en la orilla, cuando ya estaba amaneciendo. La inestabilidad y la fatiga de la vida temporal contrasta con la firmeza y el descanso de la vida eterna: “La mar significa el siglo presente, que se combate a sí mismo por el choque de las tumultuosas olas de esta vida corruptible, al paso que la tierra firme de la playa significa la estabilidad del eterno descanso. Y como los discípulos luchaban todavía con las olas de esta vida mortal, se fatigaban en el mar, mientras nuestro Redentor, después de su resurrección, habiendo sacudido la corrupción de la carne, permanecía firme en la playa”, comenta San Gregorio.
Por mandato del Señor, echaron de nuevo la red y encontraron una multitud de peces. El simbolismo de la barca y de la pesca nos hace pensar en la misión de la Iglesia, que recoge a los peces prendidos en las redes del nombre cristiano para llevarlos al descanso de la playa, de la vida eterna. La tarea de la Iglesia no equivale a una actividad meramente humana, a una simple pesca de noche en el mar de la historia. La Iglesia es, a la vez, visible y espiritual. En ella lo humano está subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos, nos recuerda el ConcilioVaticano II (SC 2). En obediencia a Cristo, la Iglesia debe recoger a los hombres en la red de la fe, de la esperanza y del amor para que puedan entrar, para siempre, en la comunión con Dios. Toda estructura y toda planificación han de estar orientadas no al éxito mundano, que resultaría imposible, sino a un único fin: la santidad, la unión con Dios por “la caridad que no pasará jamás” (1 Co 13,8).
 
 
El amor que despierta la fe hace que los discípulos reconozcan al Señor, que prepara el alimento para los suyos: el pan y el pescado. El alimento es, en realidad, Él mismo: “El pez asado, es Cristo crucificado. Este se dignó ocultarse en las aguas del humano linaje; quiso ser prendido en el lazo de nuestra muerte; y el que se hizo por nosotros pez por la humanidad, ha sido nuestro pan restaurador por su divinidad”, escribe Beda. Cristo es el Pan que ha bajado del cielo al que, en el sacramento de la Eucaristía, se incorpora la Iglesia para participar de la bienaventuranza eterna: “¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!”, aclama la Iglesia en una antigua oración.

El Señor, que guía la misión de la Iglesia y la sostiene con la Eucaristía, “nos dejó a Pedro como vicario de su amor”, según la bella expresión de San Ambrosio. “¿Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. “Entonces – escribe San Agustín - confía sus ovejas al que confiesa su amor. Por eso sigue: ‘Dice a Pedro: Apacienta mis corderos’. Como si no pudiera Pedro manifestar su amor a Cristo de otro modo, que siendo pastor fiel sometido al príncipe de todos los pastores”. El oficio pastoral de Pedro es un ejercicio de amor que continúa vivo en la Iglesia por el ministerio del Papa, un ministerio de amor y de verdad.
Cada uno de nosotros, unidos al Papa y a los Obispos, está llamado a testimoniar el amor de Cristo, el Cordero inmolado y resucitado en quien se revela “el rostro de Dios Amor a todo ser humano en camino por las sendas del tiempo hacia la eternidad” (Benedicto XVI). “Estoy convencido – afirmaba Benedicto XVI – de que la humanidad contemporánea necesita este mensaje esencial, encarnado en Cristo Jesús: Dios es amor. Todo debe partir de esto y todo debe llevar a esto: toda actividad pastoral, todo tratado teológico. Como dice San Pablo: ‘Si no tengo caridad, nada me aprovecha’. Todos los carismas carecen de sentido y de valor sin el amor; en cambio, gracias al amor todos ellos contribuyen a edificar el Cuerpo místico de Cristo”. Es una convicción que podemos hacer nuestra.

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