Suenan las sirenas y se reabren los refugios antiaéreos que con premura y pánico absorben a la población impávida que no entiende casi nada de lo que está sucediendo. Es un macabro escenario que se repite en la larga historia de la humanidad: cambian los métodos, son más sofisticados los armamentos, pero el rictus de dolor, de miedo, y la capacidad de autodestrucción fratricida, sigue siendo la misma. Caín lo hizo con una simple quijada de asno matando de un golpe a su hermano Abel. De entonces hasta los drones de precisión milimétrica para asestar un golpe mortal al enemigo de enfrente, han pasado siglos y siglos, pero sigue siendo actual y vigente el absurdo que significa siempre matar al hermano, por más que pueda pensar, sentir y creer de un modo distinto.
Así estamos en este tramo de la historia, en el que resuenan las palabras del papa San Juan XXIII cuando decidió convocar el Concilio Vaticano II allá por 1961. El Occidente venía de una guerra terrible que mundialmente ensangrentó a la humanidad. Luego siguió la guerra fría y toda una escalada de los bloques en los que se partió el globo de la tierra, con enormes consecuencias políticas, económicas y morales. Entonces el llamado “papa bueno”, definió el momento diciendo que a la par que se reconocen y agradecen los enormes avances que en el terreno científico y técnico se observaba en la historia reciente de los hombres, se levantaba acta de cómo había un terrible retroceso en el ámbito ético y moral. Se podía ya casi llegar a la Luna entonces, y al mismo tiempo bajar a los infiernos más terribles donde la vida en todos sus tramos, la familia, la verdad antropológica y la libertad, quedaban del todo al pairo más desprotegido y destructor.
Y cuando estamos con el corazón encogido por las impredecibles consecuencias de la guerra en Ucrania y en la Franja de Gaza, el calendario sigue su andadura para traernos una fecha que se cruza con estas tragedias humanitarias de desencuentro fraterno y decadencia social. Es la data en la que los cristianos tenemos una mirada a nuestros misioneros que dejando tantas cosas, han aceptado la llamada de ir hasta los confines de la tierra para anunciar la buena noticia del Evangelio de Jesús. Necesitamos ese anuncio perentorio, y también mensajeros que sepan comunicarlo de palabra y con la propia vida. El lema de este año es enormemente sugerente: “Corazones ardientes, pies en camino”. Está inspirado en el relato de los dos discípulos que tras la muerte de Jesús se van desfondados a Emaús. Siempre será una tentación tirar la toalla y resignarse ante un fracaso aparente, cuando el horizonte ensoñado de pronto desaparece y las sombras de la violencia y la derrota dan al traste con cuanto un día se vislumbró como bello, bondadoso y verdadero. Pero es ahí precisamente, en el recodo de los desánimos miedosos, Jesús se hace presente para acompañar nuestra soledad asustad, devolviendo la esperanza.
Corazones ardientes porque en ellos hay una llama que se enciende poniendo luz y calor donde se había dado la oscuridad más fría y desamparada. Con ese corazón caldeado y encendido, los pies se ponen en camino para anunciar una buena noticia de verdad que no tiene nuestra medida sino la de Dios. Y esto es lo que hacen nuestros misioneros por doquier en el mundo entero, en tantos escenarios de la humanidad donde nos acechan los tambores de la guerra, el estigma del hambre, la opacidad de la incultura y especialmente la falta de Dios que es quien nos salva y regenera. Pueden caer bombas y sembrar la destrucción en nuestro campo vital manchado por las amapolas sangrientas de la muerte, pero también nuestros misioneros siembran otro tipo de semilla en medio de nuestros barbechos de cizañas. A ellos les damos las gracias y les brindamos nuestro afecto, junto con nuestra ayuda de oraciones y limosnas para proclamar el evangelio de la paz al mundo entero.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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