En este rincón del mundo que representa Occidente, hay una efeméride particular que celebramos los cristianos desde hace siglos. Tiene un nombre original que se ha prestado a refranes y dichos con desigual fortuna, pero su memoria representa una experiencia diaria de gran verdad y envergadura: las “témporas”. La celebración como tal, implica el agradecimiento y la petición. En primer lugar se da gracias por cuanto se ha podido recoger en cosechas varias. Y luego se pide humildemente la gracia que nos permite sobrellevar con acierto y dignidad lo que tenemos entre manos como labor cotidiana. Es aprender a dar gracias y hacer viva la plegaria. Esto significa una doble conciencia: en un primer término saber que todo nos es dado, que todo es un regalo, que todo es una gracia. Y después, que eso no lo hace nuestro ingenio ni es fruto de nuestra conquista, sino que somos instrumentos de alguien más grande que nos llama a colaborar en la buena marcha de la historia. Así, pues, la gratitud de quien busca la gloria de Dios agradeciendo sus dones, y la humildad de quien pide ayuda para ser bendición para los hermanos.
Esto son las famosas “témporas” con las que comenzamos este mes de octubre en sus primeros lances. Un mes salpicado por memorias de santos queridos e importantes que representan también un gozoso reclamo. Particularmente, y por la parte que me corresponde, está la fiesta de San Francisco de Asís. Este santo popular y cercano, hizo de toda su vida un verdadero cántico de gratitud y alabanza por todos los dones que diariamente recibía de Dios, e tuvo también ese gesto de cristiana solidaridad al prestar sus talentos, su inteligencia, su afecto, su fe, al servicio de las personas que la divina Providencia hizo que se cruzaran con él.
San Francisco tiene una expresión curiosa para hablar de la pobreza, con la que ha pasado a ser reconocido en la tradición cristiana. Sorprendentemente él habla de la pobreza como tal apenas en un par de ocasiones. Porque la pobreza como penuria y despojo no es tampoco un valor evangélico que tuviera que ver con él. Por este motivo, San Francisco hablará más bien de la no-apropiación, de la desapropiación. No es tanto no tener cosas, sino sobre todo ponerlas al servicio del bien y de la paz sin apropiarnos de ellas. Es un gesto precioso de la auténtica actitud cristiana ante los dones que hemos recibido y ante las gracias de las que somos mendigos.
No apropiarse de lo que Dios nos da, de lo que Él hace y dice en nosotros. Este era el horizonte de gratitud y petición que también representan las témporas franciscanas. Máxime en estos tiempos de opulencia insolidaria, de consumismo frívolo, de desigualdad planetaria cuando la globalización hace que también nuestras incoherencias y pecados se puedan multiplicar llegando a envilecer la bondad y a mancillar la belleza.
La témporas son en este sentido una oportunidad de crecimiento en nosotros, porque, ¿qué hay en nuestra vida que no hayamos recibido? Y, ¿qué podemos necesitar que no nos sea regalado? Este es el horizonte de la gratuidad con la que Dios mismo nos bendice a diario. Todo lo demás adolece de la ansiedad de quien cree que la vida es el fruto de nuestra particular conquista cotidiana, y de la pretensión del que se afana y se ufana en apropiarse de lo que propiamente le ha sido regalado. Pero sólo quien tiene esa conciencia del don que representa vivir, sabe que debe a su vez ser él un regalo para los demás: un regalo que sabe dar gracias por todo lo recibido y un regalo que se ofrece fraternamente a los demás desde los talentos con los que ha sido bendecido.
Las témporas nos dicen todo esto, sin apropiaciones indebidas y sin aspiraciones inconfesas, sino con la gratitud en los labios y la generosa entrega del corazón y de cuanto en las manos nos ha confiado Dios.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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