«Terribilis est locus iste», comenzaron a cantar en gregoriano cuatro monjes benedictinos de la Abadía de San Pedro de Solesmes. Y los siguió el resto de la comunidad: «Hic domus Dei est, et porta caeli». Son palabras de Jacob en Génesis 28,17: «¡Qué terrible es este lugar!¡Es la casa de Dios y la puerta del cielo!»
En ese cenobio francés, famoso en todo el mundo por los estudios y la interpretación del gregoriano y por la solemnidad con la que se ofician los actos litúrgicos, el abad, dom Geoffroy Kemlin, presidió, el pasado jueves 12 de octubre, la Misa de aniversario de la dedicación de la iglesia abacial.
En esa misma ceremonia, Guiorgui Vodé, un joven de familia georgiana, hizo profesión solemne, le fue impuesta la cogulla negra y se convirtió así en miembro de pleno derecho de la comunidad monástica de San Pedro de Solesmes.
Fue un sacerdote diocesano, Prosper Guéranger (1805-1875), viendo el estado ruinoso en el que se hallaba el monasterio, no lejos de la casa en la que él nació, y tras tener noticia de que iba a ser vendido, quien se aplicó con todas sus fuerzas, y la compañía de algunos sacerdotes jóvenes, a levantarlo e implantar en él la vida benedictina, extinguida por entonces en Francia.
La lectura de la vida de dom Guéranguer debería ser obligatoria en los seminarios para curas. No se puede creer si no se ve lo que aquel sacerdote diocesano, que no era monje, logró construir sobre la absoluta miseria que yacía en forma de piedras a orillas del río Sarthe y el inmenso esplendor que alcanzó, bajo su guía, la vida monástica en Francia y en Europa.
Esto lo sabía bien el arzobispo ovetense Francisco Javier Lauzurica y Torralba, quien, a los cursos de verano que organizaba para los seminaristas de Asturias en Covadonga, invitaba, como profesores, a monjes de Solesmes, que acudían al santuario para instruir en la técnica y en las bellezas del canto gregoriano a los jóvenes candidatos al sacerdocio.
En Solesmes, no sólo el gregoriano, sino también la liturgia, la centralidad otorgada a los Santos Padres y a los principales teólogos y maestros de la Historia de la Iglesia, la seriedad en la observancia de la Regla de san Benito y la erudición de los monjes han ejercido una atracción irresistible en numerosos escritores e intelectuales.
Así, entre otros, Louis Veuillot, Léon Bloy, Joris-Karl Huysmans, Marguerite Aron, Jacques y Raïssa Maritain, Pieter van der Meer de Walcheren, Paul Claudel, François Mauriac, Pierre Reverdy, Paul Valéry, John Howard Griffin o Julien Green.
De entre los visitantes de Solesmes, la figura de Simone Weil (1909-1943) es especialmente significativa, porque, siendo judía, se convirtió allí, con todo el afecto de que era capaz su corazón, y lo era mucho, durante la Semana Santa de 1938, al cristianismo, si bien no llegó nunca a recibir el bautismo: «El pensamiento de la Pasión de Cristo ha entrado en mí de una vez para siempre». Más aún, en Solesmes tuvo una experiencia mística después de haber leído el poema “Love (III)” de George Herbert, que ella misma refirió en estos términos:
«Lo aprendí de memoria. A menudo, en el momento culminante de mis dolores de cabeza, yo me ejercitaba en recitarlo, poniendo toda mi atención y adhiriéndome con toda el alma a la ternura que en él se contiene. Yo pensaba que lo recitaba sólo como un hermoso poema, pero, sin yo ser consciente, esa recitación tenía la fuerza de una oración. Fue durante una de esas recitaciones cuando, como ya he dicho, Cristo mismo descendió hasta mí y me tomó».
Aún se recuerda, en la iglesia abacial de San Pedro de Solesmes, el lugar en el que Simone Weil se recogía en oración, en los bancos de atrás del templo, para gustar, en la intimidad de su ser, del abrazo del Amor, que vino a ella portando la muleta más firme sobre la que quepa apoyarse y descansar: la de la cruz de Cristo.
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