En estas fechas caían las primeras nieves sobre las cumbres de los tres miles que en el Pirineo presidían los valles y ciudades del Alto Aragón, cuyas cimas subíamos y escalábamos con gusto y pasión montañera. Se ve en lontananza el color de los bosques con sus ocres y amarillos, y se percibe el frescor metiéndonos de bruces en esta época de magia dulce y serena de un otoño casi recién estrenado. Es mi recuerdo del doce de octubre cuando comenzaba mi camino como obispo en las tierras de Huesca y de Jaca. Doce de octubre con la devoción a la Virgen del Pilar que en aquellos lares estaba muy metida en el corazón y la piedad de sus gentes. Así siempre sucede con el modo diverso de revestir a María por parte de las comunidades cristianas que gustan de cuidar y venerar una imagen de la Virgen, y levantar ermitas y santuarios que nos recuerdan la acogida materna que Ella nos brinda en todas nuestras intemperies. También aquí en Asturias sabemos esto en torno a la Santa Cueva de Covadonga con nuestra devoción a la Santina.
Hoy María tiene manto hispano y americano. Una fiesta que abraza la fe de un pueblo y su andanza misionera. La Basílica del Pilar guarda su diminuta imagen con el amor que ese pueblo aragonés sabe tratar las cosas que quiere de veras. Tiene sabor de patronazgo hispano, y con música de jota aragonesa lleva en sus estrofas la imborrable hazaña descubridora que está unida para siempre a su fecha. Este ambiente nos acoge en una cita especial aragonesa, pero que lo es de toda España e incluso, allende los mares, de toda la Hispanidad. Es la festividad de Nuestra Señora del Pilar.
Hace cinco siglos que sucedió esa epopeya de la historia universal. Descubrir un mundo nuevo, nuevas gentes, nuevas tierras, encerraba una serie de intereses económicos, políticos y militares. Pero semejante hazaña, llevada a cabo por aquellos hombres con sus luces y sus sombras, sus gracias y pecados, tenía también otro objetivo. No sólo llevaban ambiciones comerciales, no sólo portaban arcabuces y soldadescas, llevaban también el evangelio, la cruz del Resucitado y un mensaje salvador que anunciar y compartir. Así se ha hecho el reconocimiento de estos pueblos hispanos hermanos nuestros con los que tenemos en común la lengua, la fe y el afecto mutuo. Pero debemos dar un paso atrás en el tiempo, porque mucho antes de esa efeméride histórica, el 12 de octubre es para nosotros una fiesta mariana muy querida: nuestra Señora del Pilar. Hoy nos hacemos peregrinos de ese santuario zaragozano que nos reclama nuestra mirada y nuestra devoción.
Hemos escuchado en el Evangelio de hoy, cómo una mujer sencilla le echó un piropo nada menos que a Jesús: «dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11, 27). Es el piropo a la buena madre que debe llenar de gozo agradecido a un buen hijo. Y sin embargo, Jesús modificó tal exclamación. No porque quisiera poner gravedad ante un elogio que prorrumpió aquella mujer sencilla. Si no más bien, porque Jesús quiso situar en su justa medida la alabanza, el piropo que en Él hacían a su madre. «Más bien dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28). María quedó para siempre marcada por aquella palabra que se le invitó a escuchar cuando el ángel le anunció que podría ser madre del Mesías. Su reparo “¿cómo será esto si yo no conozco varón?”, no era la sospecha del escéptico, sino la petición de ayuda de quien se encuentra desbordado ante una palabra demasiado grande. Lo imposible para ti, es posible para Dios, fue la respuesta de ayuda que ella recibió. Y su reacción no se dejó ya escapar jamás: que esa Palabra se haga carne de mi carne.
María representa lo mejor de nuestra historia cristiana. La historia creyente de la Virgen María nos habla de un requiebro hermoso en la fatalidad cotidiana, para asomarnos con Ella y en Ella a cómo en la tierra de todos nuestros imposibles Dios puede hacer florecer su divina posibilidad. ¿Qué representa para nosotros lo imposible? ¿Nos atreveremos a ponerle nombre y circunstancia? Tantas cosas nos pueden resultar así de inasequibles, de desbordantes, hasta provocar las lágrimas que furtivamente hemos ido a compartir con la Dulce Señora en esa ermita escondida del corazón. Ella nos dice que Dios es más, que tiene recursos, que nos sabe amar y que es el único que no juega con nuestra felicidad, trocando de este modo nuestro llanto en danza, quitándonos los lutos para revestirnos de la mejor algazara de una fiesta sin par.
Si las piedras que sostienen la Basílica del Pilar pudieran hablar, nos darían testimonio de la petición de tantos hermanos nuestros que a través de los siglos han ido y venido precisamente a ese lugar buscando el pilar que es capaz de sostener la firmeza ante cualquier zozobra y contradicción. Es el pilar símbolo de un sí en el que comienza la historia cristiana, y en ese sí de la Virgen el pueblo cristiano no ha cesado de fundamentar su fe que se ha dilatado misioneramente por toda la hispanidad.
Cuenta la tradición que el apóstol Santiago, llegó hasta el Finisterrae de entonces, nuestro suelo patrio, para anunciar el Evangelio. No le debió ir del todo bien y desfondado, se sentó a la orilla del río Ebro, en la Zaragoza de aquel tiempo, con un gesto de cansancio fatal. Santa María se hizo presente en el corazón abatido de Santiago, y el que fuera llamado el hijo del Trueno quedaría fulminado no por la cerrazón y dureza de sus impávidos oyentes hipano- romanos, sino por la ternura acogedora de aquella mujer que fue constituida en madre de todos al pie de la cruz.
Nuestra tradición cristiana ha reconocido siempre en María ese milagro de amor que Dios nos entregó en ella, porque ella siempre está junto a nosotros cada vez que nos falta en la vida el buen vino de bodas, como sucediera ya en Caná. Si falta el vino de la paz o de la gracia, de la esperanza o de la luz, María siempre estará para indicar a su Hijo Jesús que estamos faltos de esos vinos generosos, y para recordarnos a nosotros lo que nunca hemos de olvidar: hacer lo que Él nos diga. Por ese saber escuchar las palabras de Dios y vivirlas, por eso María es bienaventurada. Hoy es un buen día para saber dar gracias por todos estos motivos que dan sentido a nuestra alabanza dando gloria a Dios en María pilar de nuestra fe. A ella nos encomendamos.
Tenemos presentes a todos los pueblos que en un día como hoy fueron incorporados a nuestra historia como pueblos hermanos en aquel continente descubierto como la américa hispana. Y de un modo especial hacemos mención a nuestra querida Guardia Civil que tiene como Patrona a la Virgen del Pilar. Hace gala de su sobrenombre de Benemérita porque son así de bondadosos sus méritos desde que fuera fundada por el Duque de Ahumada en 1844. No hay espacio de nuestra tierra y montañas, de nuestros mares, ríos y embalses, de nuestras fronteras físicas y culturales, donde la Guardia Civil no esté presente como una compañía amiga que vela por nuestra libertad, nuestros valores cívicos, por nuestra seguridad ciudadana y la integridad de nuestra Patria. Hoy son otros los bandoleros, bien distintos a los que en los siglos XIX y XX como propios y extraños con los bandidos en las serranías andaluzas o los maquis en las montañas cántabras fueron puestos a buen recaudo por nuestra Benemérita. Pero sigue siendo la misma la Guardia Civil con su prestigio y su hoja de servicio impecable, incluso con el riesgo de la vida de sus miembros, de sus familias, cuando ha habido que defender a España y a los españoles. Por este motivo, vaya mi reconocimiento lleno de gratitud hacia el Instituto Armado de nuestra Guardia Civil. Que tengáis una día sereno y gozoso de vuestra Patrona, la Virgen del Pilar.
Que Ella, como sucedió con el apóstol Santiago, nos dé la fortaleza en la fe, la seguridad en la esperanza y la constancia en el amor. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Catedral de Oviedo, 12 octubre de 2023
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