Una estrella guio a los Magos desde Oriente por el camino de la inteligencia hasta la Luz que era acunada por su Madre en el pesebre de Belén, y esa Luz, que no se pone jamás, llegó hasta nosotros, siguiendo el curso de las estrellas, para dar sentido a nuestras vidas. “Ex Oriente lux”. La luz viene de Oriente. Y lo hace de muchas maneras. Una de ellas es la que voy a referir a continuación.
Marie-Joseph Lagrange (1855-1938) fue el dominico francés que fundó la famosa Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa de Jerusalén y la revista bíblica más importante de todos los tiempos: la “Revue Biblique”.
La “Biblia de Jerusalén”, que tal vez algún lector tenga en los estantes de su librería, se llama así porque esa edición, con la traducción de los textos originales de la Biblia en hebreo, griego y arameo, las introducciones y las notas a pie de página, se hizo siguiendo los resultados de las investigaciones de los exegetas, arqueólogos y orientalistas de la Escuela Bíblica de Jerusalén.
Cuando expulsaron a los dominicos de Francia en 1880, Lagrange vino al convento de San Esteban de Salamanca, y, en Salamanca y Ávila recibió las distintas órdenes ministeriales previas al sacerdocio, que le fue conferido en Zamora. En 1886 abandonó España.
Anteriormente, siendo estudiante en el Seminario de Issy-les-Moulineaux, en Francia, se hizo amigo de Henri Hyvernat (1858-1941), más tarde eminente estudioso de lenguas orientales, y de Pierre Batiffol (1861-1929), más tarde eminente estudioso del cristianismo primitivo.
Los tres desarrollaron su labor investigadora y docente en lugares distintos: Lagrange en Jerusalén, Batiffol en Toulouse y en París, Hyvernat en Roma y en Washington; pero, aun residiendo tan lejos unos de otros, estuvieron profundamente unidos durante toda su vida.
¿Cuál fue la circunstancia que los vinculó entre sí a lo largo de su fructífera existencia temporal? El período que pasaron juntos en el Seminario de Issy-les-Moulineaux. Fue durante el curso académico 1878-1879. Un año solamente. Unos meses de formación sacerdotal originaron una amistad íntima, cultivada en la distancia geográfica hasta el final de sus días. Cuando se encontraron en Issy, Lagrange tenía 23 años; Hyvernat, 20; Batiffol, 17.
No fueron las caminatas de los días de paseo, ni el practicar juntos un deporte, ni pasarse los ratos libres hablando de cualquier cosa o en silencio. Fueron la Biblia y la Filología las que los unieron para siempre, aprendiéndose los libros del Nuevo Testamento en griego de memoria y perfeccionándose en el conocimiento de aquellas lenguas modernas que pudieran servirles para conocer mejor, gracias a bibliografía secundaria, la Sagrada Escritura y el mundo, los mundos, en que se originó y fue escrita.
Todo esto lo supe después de adentrarme en el archivo de Padre Lagrange en la Escuela Bíblica de Jerusalén y de leer allí sus cartas a esos dos amigos, de las que he dado cuenta en un artículo publicado recientemente, y a las que he vuelto casualmente en esta tarde de ilusiones y remembranzas, víspera de Reyes, en Roma.
Y al recordar a esos tres estudiosos de la Biblia, del cristianismo y del Antiguo Oriente, se me ha despabilado dentro una luz, brillante como la de los Magos, que me ha llevado y me ha hecho rememorar a las grandes, sólidas y duraderas amistades que he forjado estudiando apasionadamente, en años pasados, la Biblia: el deleite en el alefato, en el hifil, en el nifal, en el hitpael, y en las paronomasias del hebreo; en las conjunciones griegas, en la belleza, tanta o más que la de los poéticos, de los textos narrativos, en los géneros literarios, en la teología inyectada por Dios en las palabras, en la sabiduría de los maestros.
Además, me he encontrado esta mañana, en la biblioteca del Pontificio Instituto Bíblico de Roma, con un antiguo compañero de aprendizajes en esa benemérita institución de la Iglesia. Hoy es un reputado profesor en la Universidad Pontificia de Salamanca. Y éstas fueron sus primeras palabras al saludarnos: «Volvemos al lugar de nuestros orígenes». Así es. Allí nacimos a algo sublime, extraordinariamente hermoso y por lo que es preciso dar gracias a Dios en cada instante de nuestras vidas.
Con la frecuentación gustosa y sapiencial, instruidos por magníficos profesores, de esos libros que nos han llegado del Próximo Oriente, en los que subyacen tradiciones antiquísimas del Medio Oriente y quién sabe de dónde más, nos ha amanecido dentro ciertamente, a través de ellos, una luz que perdura inapagable y que corrobora lo dicho desde siempre: “Ex Oriente lux”.
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