(XL Semanal) Siempre me ha impresionado mucho cierto pasaje de El demonio de la perversidad, una de las 'narraciones extraordinarias' de Edgar Allan Poe que acaso no se cuente entre las más memorables literariamente hablando; pero que, desde luego, nos ofrece un diagnóstico escalofriante sobre la enfermedad que gangrena nuestra época, que no es otra sino el apetito autodestructivo. Permítaseme reproducir por extenso a Poe: "Nos hallamos al borde de un precipicio. Contemplamos el abismo. Sentimos vértigo y malestar. Nuestra primera intención es retroceder ante el riesgo. Pero, inexplicablemente, no nos movemos de allí. Paulatinamente, el malestar, el vértigo y el horror se confunden en un nebuloso e indefinible sentimiento. De forma gradual, [...] adquiere forma un sentimiento que hiela hasta la propia médula de nuestros huesos y les inculca la feroz delicia del horror. Nos asalta esta idea: ¿cuáles serán nuestras sensaciones durante el transcurso de una caída verificada desde tal altura? Y por la sencilla razón de que esta caída implica la más horrible, la más odiosa de cuantas odiosas y horribles imágenes de la muerte y del sufrimiento puede nuestra mente haber concebido, por esta sencilla razón, la deseamos con mayor intensidad. Y porque nuestro raciocinio nos aleja violentamente de la orilla, por esta misma razón nos acercamos a ella con mayor ímpetu. En la Naturaleza no hay pasión más diabólicamente impaciente que la del hombre que, temblando ante el borde de un precipicio, piensa arrojarse a él. Permitírselo, intentar pensarlo un solo momento, es, inevitablemente, perderse, porque la reflexión nos ordena que nos abstengamos de ellos, y por esto mismo, repito, no nos es posible".
Poe no está hablando de la pulsión suicida propia del desesperado, ni tampoco del trastorno propio de quien considera placentero o regocijante arrojarse al abismo. Se refiere a un impulso mucho más monstruoso que, sin interferencia de la angustia ni embotamiento alguno del discernimiento, nos impulsa a anhelar nuestro mal, a sabiendas del daño que nos va a ocasionar, a sabiendas del horror y la desdicha que traerá a nuestras vidas. Cuando se habla de posesiones demoníacas (no digamos cuando tales posesiones se representan en el cine) solemos recurrir a parafernalias de espumarajos, contorsiones y otros efectismos grimosos. Poe, mucho más lúcidamente, nos habla de la "delicia del horror" que paraliza nuestro raciocinio, nuestra voluntad, incluso nuestro instinto de supervivencia; y que finalmente nos empuja a arrojarnos al abismo. Creo que es ahí, exactamente ahí, donde nos hallamos, tanto a nivel personal como colectivo. Es como si la conciencia humana hubiese resuelto monstruosamente anhelar y codiciar el mal; pero no un mal que se confunde con el bien, sino un mal cuyas consecuencias asumimos con esa "pasión diabólicamente impaciente" a la que se refiere Poe. Sólo así se explican muchos de los fenómenos que se desenvuelven ante nuestros ojos: desde la paulatina 'normalización' de las drogas al belicismo frenético, desde la quimera 'trans' hasta la aceptación estólida de amnistías que ponen la supervivencia de la comunidad política en manos de sus más enconados enemigos, desde la adopción sumisa de religiones cientifistas que acabarán convirtiéndonos en esclavos hasta el harakiri insensato que se están haciendo urbi et orbi instituciones milenarias como la Iglesia católica.
Es como si una Humanidad descentrada, hastiada de vivir, devorada por un apetito nihilista, hubiese decidido adelantar el final de la Historia. Desde luego, en otras épocas se han repetido estos arrebatos autodestructivos; pero estaban causados por la angustia de situaciones extremas. Ahora nos hallamos ante la apoteosis de ese demonio de la perversidad que describía Poe: estamos tranquilos y somos conscientes del mal que nos aguarda si no nos detenemos; pero hemos decidido entregarnos a él, embriagados por el abismo de horror y muerte que se abre a nuestros pies, deseosos de saborear esa experiencia última de la aniquilación personal y colectiva, en volandas del demonio de la perversidad. "Bajo su influjo –volvemos a citar a Poe–, obramos sin una finalidad inteligible, por la simple razón de que no deberíamos hacerlo. Teóricamente, no puede existir una razón más irrazonable; pero, en realidad, no hay otra más poderosa. En condiciones determinadas, llega a ser absolutamente irresistible para ciertos espíritus. La seguridad del error que trae consigo un acto cualquiera es, frecuentemente, la única fuerza invencible que nos impulsa a ejecutarlo".
Estamos endemoniados. Y, si Dios no lo impide, vamos a consumar nuestra autodestrucción, a sabiendas de lo que nos aguarda.
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