Con esta bella liturgia del Bautismo del Señor concluimos el tiempo litúrgico de la Navidad; si ayer contemplábamos la Epifanía en la adoración de los Magos, hoy es la de Cristo bautizado en el Jordán. La Iglesia no estructura su calendario de forma aleatoria; tiene un sentido importante que todo lo que hemos celebrados en estas fiestas de Navidad tenga su meta en esta celebración con la que a continuación retomaremos el Tiempo Ordinario. En la Pascua Navideña se nos anuncia que Dios se hace carne por amor, que ha querido venir a salvarnos por pura gracia y humilde como llegamos nosotros, en su infinita misericordia. Pero al meditar el misterio del bautismo de Jesús, de cómo el Cordero de Dios se pone en la fila de los pecadores, se nos está advirtiendo algo primordial, y es que las mayores gracias que Dios derrama sobre el hombre para su salvación son a través de los sacramentos, hasta el punto que el mismísimo Redentor también en esto quiso ''pasar por uno de tantos'' para darnos nuevamente ejemplo, siendo guía y camino.
Los sacramentos son el medio más grande para recibir su gracia, no es la única forma, ciertamente: vemos la mano del Señor cuando hacemos una obra de misericordia, cuando nos adentramos en la profundidad de la Lectio Divina o cuando pasamos ante un templo abierto y entramos a orar. Pero por encima de estas buenas maneras para acercarnos a Dios tenemos por antonomasia los sacramentos como algo indispensables. Al hilo de esto dirá San Agustín: ''El Señor deseó ser bautizado para proclamar con su humildad lo que para nosotros era necesidad''. Es un regalo que el Señor nos hace en estos signos visibles por los que somos adheridos a Él en los momentos más importantes de nuestra existencia terrenal. Y hoy de un modo especial, en este último domingo del tiempo de Navidad le damos gracias por el sacramento del Bautismo y por que en su día nuestros mayores nos llevaran a la pila de nuestra parroquia para nacer a una vida nueva como Hijos de Dios.
Continuando con las enseñanzas del Santo obispo de Hipona, merece la pena citar otro comentario suyo sobre este pasaje del bautismo del Jordán donde dice algo precioso al afirmar que "no fue el agua el que purificó a Jesús, sino que fue Jesús el que le dio al agua el poder de purificar". El Bautista hacia un mero gesto, pero Jesucristo le dio a aquel humilde signo una auténtica eficacia salvadora. Así algo sin mayor importancia pasó a ser fundamento de toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta de cielo. En el santo bautismo somos sanados y levantados y curados del pecado original y elevados a una vida nueva en la condición de "hijos". Con los primeros cristianos el rito del bautismo que entonces era por inmersión, ya adquiere un sentido teológico muy profundo, pues al bajar al agua como pecadores también se recordaba esa unión con Cristo que descendió al sepulcro, y al salir del agua la vados y renovados por la gracia suponía verse renacido a una vida nueva... Cuando nos bautizamos solemos utilizar el color blanco que nos recuerda el alma pura y limpia, que a lo largo de la vida se va ensuciando y llenando de manchas por nuestras malas obras y pecados. Por eso también las antiguas comunidades cristianas llamaban al sacramento de la "confesión" el segundo bautismo, pues al fin y al cabo es a donde acudimos para recuperar la blancura perdida en nuestra túnica bautismal. Ojalá a lo largo de esta jornada no falta una acción de gracias muy profunda hacia aquellos que nos llevaron a este bendito “baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo”,
Si en el portal de Belén los tres Magos adoraron en silencio al Rey de Reyes, ahora es Dios mismo quien hace que su voz sea escuchada en presencia de múltiples testigos como eran los seguidores de Juan Bautista que acudían a orillas del río Jordán a escuchar sus predicaciones. Así nos lo ha relatado el Evangelista al decirnos que apenas salió del agua el cielo se rasgó bajando el Espíritu Santo al tiempo que se oyó una voz del cielo que afirmaba: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto». A menudo nos quedamos con que evidentemente Dios se manifiesta, tiene lugar una epifanía a la vista de todos, pero nos olvidamos que estas palabras el Creador las sigue afirmando por cada uno de nosotros los bautizados. Así es; somos predilectos de Dios, somos sus hijos, y por mucho que nos alejemos, que le olvidemos, que le ofendamos Él siempre estará aguardando con los brazos abiertos que volvamos a casa, que volvamos a sus brazos, que moremos definitivamente en su corazón.
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