Queridos hermanos sacerdotes y diáconos, miembros de la vida consagrada y fieles cristianos laicos. Queridos seminaristas de nuestro Seminario Metropolitano y del Seminario diocesano misionero Redemptoris Mater. Queridos ordenandos y vuestras familias y amigos. A todos, mi cordial saludo de paz y bien en esta tarde de Pentecostés.
No cabe en veinticuatro horas la alegría de la Iglesia en su canto de victoria. Necesitamos cincuenta días para entonar el aleluya de la Pascua. Fueron muchos los sobresaltos porque era demasiado real el desenlace de un fracaso cuando vieron sudar sangre al Maestro entre los olivos de un huerto, y luego allí ver que lo traicionaban con un beso, y después toda aquella interminable noche de vejaciones, de juicios falsos, de palizas de escarnio, de tropezosa subida hacia el Calvario, de agonía y muerte de Jesús coronado de espinas y lanceado. Todo eso fue demasiado real y quedó grabado en la retina del corazón como para poder olvidarlo.
Por eso, la noticia del sepulcro vacío fue recibida en infinita alegría y contenido espanto. Lo que ellos deseaban era lo que ni imaginaban como deriva de el más grande de los milagros cuando Jesús venció su muerte y la nuestra. Es aquí donde entra la espera, de aquellos primeros cincuenta días de aleluyas y de cantos, hasta el cumplimiento de la promesa que el Señor les hiciera en aquella cena postrera antes de ser apresado: que se enviaría el Espíritu Santo para llevara a la verdad lo que no entendían y para que recordara lo que ellos olvidaron. María tuvo la iniciativa de reunirlos en el Cenáculo, se empleó en la plegaria con aquellos discípulos asustados, y les enseñó a vivir la espera en la esperanza que no defrauda.
En esa guisa estaban cuando los cepos y cerrojos de sus miedos saltaron por los aires, y entró el aire del Espíritu como viento huracanado que llenó de frescura sus agobios a cal y canto encerrados. Las ventanas y las puertas se abrieron de par en par, y con llamas en sus cabezas recibieron de lo alto la sabiduría que los hizo de pronto sabios, la paz que puso dulzura en sus fantasmas imaginados, la luz en todas sus penumbras oscuras, el consejo que les permitió entender en sus confusiones enredadas, la fortaleza en tanta debilidad acorralada, la piedad en sus despiadados desgarros, el temor de Dios que desplazó el miedo que experimentaban ante los envites humanos.
Salieron de su trinchera, bajaron a la plaza, y en todas las lenguas que jamás aprendieron, comenzaron a contar que Dios es maravilloso, nunca rival de nuestro corazón y verdaderos deseos, sino cómplice de nuestro bien en cada tramo. Esto celebra hoy la Iglesia como final de la santa Pascua, cincuenta días después de que quedara para siempre vacío el sepulcro cuando de él salió la muerte y entró la luz que nunca se apaga por la Resurrección de Cristo que a todos nos abraza. Este es nuestro cristiano aleluya y esta nuestra inocente algazara.
Pero en la Archidiócesis de Oviedo hay una alegría añadida, que se renueva cada tarde de Pentecostés en nuestra Catedral. Es el día de las ordenaciones al sagrado ministerio con los nuevos presbíteros y diáconos. Un regalo tan inmenso como inmerecido, que en este año supondrá nada menos que ordenar a tres nuevos sacerdotes y siete diáconos. En épocas de precariedad, es un alivio respirar con agradecimiento al poder ordenar este grupito extraordinario de hermanos que acceden al ministerio por llamada divina.
La historia no se improvisa y atrás quedan no sólo los años de formación preparatoria para este nuevo comienzo en sus vidas cristianas, sino todo un recorrido previo que el Señor ha ido combinando providencialmente de tantos modos. Todos ellos nacieron en un lugar y en un momento que determinaría de tantos modos su vida. Esa vida que fue creciendo y madurando junto a personas y circunstancias que se fueron entrecruzando con la complicidad bondadosa de hacer llegar el mensaje de Dios que poco a poco se fue haciendo vocación. ¡Cuántos nombres, cuántos escenarios, tejidos todos ellos de luz o de sombras, de gracias o pecados, de certezas o dudas, de altibajos claroscuros y agridulces, en los que Dios siguió trabajando con cada uno de vosotros para que poco a poco fuera emergiendo esa palabra que eternamente silenció para decíroslo a vosotros y con vosotros contárnoslo, para que fuera tomando forma el don que eternamente retuvo para dároslo a vosotros y con vosotros repartirlo a los hermanos! No hay nada de vuestra vida que quede al margen de esa Providencia, absolutamente nada. Todo sirve para el bien en aquellos que aman a Dios y se fían de Él, como nos recuerda San Pablo.
Queridos Enrique y Jesús Ángel, parecía que vuestro matrimonio era la estación de llegada en vuestra andadura cristiana. Pero Dios ha querido llamaros con una vocación dentro de la vocación a la familia. Ser diáconos permanentes es acoger el ministerio en vuestra condición matrimonial junto a vuestras esposas Aurora y Mercedes, que con vosotros han discernido vuestra respuesta como quien ayuda y sostiene la andanza cristiana de sus maridos a los que ahora Dios llama a este nuevo servicio como ministros de la Caridad y de la Palabra. Con vosotros tenemos en la diócesis catorce diáconos permanentes, que realizan una preciosa labor en las diversas pastorales con las que evangelizan en nombre del Señor y de su Iglesia.
Luego estáis los cinco diáconos transitorios, célibes, Alfonso, John Steven, José Javier, Jesús, Andrés. Os deberéis empeñar a fondo para este ministerio que tendrá una duración breve, aproximadamente un año, en el que viviendo el diaconado os iréis preparando para recibir el presbiterado como sacerdotes del Señor. Pero tiene todo su sentido y su razón de ser el ministerio transitorio que ahora os confía Dios en su Iglesia: vividlo con ilusión y entrega.
Y a estos hermanos se unirán los tres presbíteros que podré ordenar tras su año de diaconado: David, Natanael y Pedro. Comenzaréis vuestro camino sacerdotal propiamente dicho con ese pueblo de Dios que os espera, al que serviréis con todo vuestro celo y entrega como colaboradores del obispo en el anuncio de la Palabra del Señor y la distribución de los sacramentos, acercando la luz que el Señor enciende en vuestro candelabro para disipar penumbras, repartiendo la ternura de la gracia que Dios mismo pone en sus manos, mientras acompañáis las comunidades que os confíen con la enseñanza sabia de la Iglesia y el gobierno responsable para bien de las personas. En vuestros labios Dios mismo pronunciará palabras que traerán bálsamo de paz y verdad sin engaño en medio de un mundo violento y tramposo. Y con vuestras pequeñas manos Él saciará el hambre de tantos hermanos a partir de vuestros escasos cinco panes y dos peces que se transformarán en signos de la grandeza del Señor como quien reparte milagros.
Estamos aquí los diáconos, los presbíteros y el obispo, que junto a todo el santo Pueblo de Dios formado también por consagrados y laicos, os acogemos en el ministerio como nuevos y esperados hermanos. Después del abrazo del obispo los diáconos darán el abrazo a estos nuevos siete hermanos, y tras la imposición de manos mías los presbíteros harán lo mismo con los nuevos sacerdotes. Es un gesto de acogida fraterna lleno de ilusión y agradecimiento. Momento para renovar también nosotros los ya ordenados, esa llamada que nosotros recibimos y que hoy se hace memoria viva al contemplar a estos hermanos que llegan al ministerio al nosotros fuimos también llamados.
Quisiera deciros a vosotros, para que no lo olvidemos los ya ordenados, que no haya tiempo y espacio que siendo debidos a Dios los malgastéis en otras cosas. Que no haya lágrimas o sonrisas, heridas o esperanzas de vuestros hermanos que no encuentren en vuestro ministerio la acogida y el bálsamo. Que no haya quehacer en vuestro ministerio que se descuide, se traicione o se abarate en intereses distintos de cuanto la Iglesia os confía como presbíteros y diáconos. Por eso, renovad cada día la gracia que recibís por la imposición de las manos, y que vuestra vida huela a Cristo por todos los costados.
Queridos ordenandos, delante tenéis todo un camino que desbrozar y descubrir con la ayuda de Dios, de la Virgen María y los santos que invocaremos ahora en las letanías cantadas, con la compañía de los hermanos. Hay detrás todo un trabajo de años, en donde quien más se ha empleado es el mismo Dios que trabajó con vosotros. Muchos han sido los rincones donde os esperaba Él para deciros lo que desde siempre había preparado para la felicidad de cada uno de vosotros. Porque hay un camino que Dios a todos nos traza que no es postizo ni prestado, sino que nos corresponde como lo más nuestro, como el verdadero destino para el que fuimos creados. Esto no se negocia pretenciosamente, sino que se descubre y se abraza como quien encuentra la senda en la que verdaderamente conducir los pasos.
Es una inmensa alegría poder imponer las manos a estos diez hermanos que como diáconos o presbíteros enriquecerán tan bella y fructuosamente nuestras comunidades cristianas. Los niños y los ancianos, los jóvenes y los adultos, las familias, los enfermos, los pobres con todas sus pobrezas tantas, podrán encontrar en todos ellos que llegan, como en los que ya estamos, la ayuda fraterna de quienes, con la paz en los labios y el bien en las manos, hacemos un mundo nuevo según Jesús nos lo confió a su manera.
Mi agradecimiento a vuestras familias, a vuestros amigos y comunidades que os han acompañado en todo este itinerario vocacional. De modo especial a quienes más intensamente han cuidado el discernimiento y os han acompañado como profesores, formadores, párrocos y tantas personas buenas que han preparado vuestra tierra para que Dios siembre su semilla y en esta tarde germine como misión ministerial. ¿El destino al que seréis enviados? Tampoco quiero yo anticiparos la sorpresa con el revuelo consiguiente, pero que en breves fechas abriré ese cofre del envío que es mi secreto mejor guardado pensando en vuestro bien y en el de las personas a las que seréis enviados.
Este es nuestro aleluya en esta tarde de Pentecostés. Este es nuestro más rendido cántico. Una buena noticia. Damos gracias al Señor y a nuestra Madre la Santina. Estamos de feliz enhorabuena, muy bendecidos por nuestro Dios que jamás nos defrauda. Y pedimos que no cese la bendición en esta tierra tan hermosa de una larga tradición cristiana que ahora acoge a estos diez hermanos que se nos regalan. Dios nos bendiga a todos, y vosotros ordenandos, sed fieles porque es fiel quien os ha llamado.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario