Se acerca ya el mes de noviembre, que para los católicos tiene una vinculación especial con los Santos y los difuntos. Personalmente, este año lo vivo con mayor interioridad, pues en los últimos meses me ha tocado despedir primero a mi madre el pasado 9 de julio, y este 15 de octubre a mí tía Blanqui, su última hermana viva conviviente con ella. Me he quedado ya huérfano del todo, aunque esto me lleva a reflexionar y orar desde el agradecimiento. No pude disfrutar apenas a mi padre que con cuarenta y seis años falleció teniendo yo tan sólo cuatro y, sin embargo, el Señor me ha concedido el tesoro de tener a mi madre y a mí tía longevamente, con las que me crié y a las que debo buena parte de lo que soy, en tanto tiempo de vida a mi lado.
Siempre tuve muy claro que el día que una de las dos faltara, la otra se iría rápidamente detrás. Estaban tan unidas que yo sabía que una muerte llevaría aparejada casi de inmediato la otra. Y es que no sólo se muere de un problema de coronarias, un fallo multiorgánico o una insuficiencia respiratoria; también se muere de amor. En mi familia esto ya lo habíamos experimentado con mi padre y mi tía Nieves, la "suegra" (no lo era realmente) a la que él y mi madre estaban tan unidos. Dentro del mismo mes los enterramos a los dos aún cuando la matriarca de la familia gozaba de buena salud, más todo el mundo comentaba: "Nieves murió de pena"... Yo le doy gracias al Señor por mis difuntos, pue sé que para Él y para mí siguen vivos.
Desde el fallecimiento de mi madre mi tía no volvió a ser la misma; su único anhelo y súplica era irse cuanto antes. Días antes de morir así me lo dijo: "yo quiero irme ya con tu madre". Desde su postración, miró a la muerte no como enemiga, sino como aliada liberadora para irse con los suyos. Nunca he sido un sacerdote amigo de hablar de mi familia en las predicaciones; en mi casa siempre les gustó pasar por la vida sin hacerse notar, sin alaracas ni platillos. Con la muerte de mi madre me vi desbordado ante la avalancha de llamadas, mensajes y pésames que recibí, especialmente de mis feligreses. Con la muerte de mi tía, aunque no lo oculté y agradecí los pésames, no quise que se publicara en ningún medio de la Parroquia ni que se contara mucho. Mi hermana y yo queríamos vivir esta despedida de forma más familiar; aún así, fueron no pocos los feligreses que se acercaron a acompañarnos en Candás en la despedida de tía Blanqui, y es que una esquela en Carreño con el apellido Vila rápidamente se relacionó conmigo.
Algunos me dicen que han sido en poco tiempo dos golpes muy fuertes: pues sí, y nó. Personalmente, han sido dos regalos del Señor en este 2025 poder acompañar primero a mi madre y después a mi tía hasta el final. Habrá gente escéptica, pero para mí ha sido un nuevo guiño del Cristo de Candás. Que mi tía cerrara sus ojos para este mundo el día de Santa Teresa no fue fruto de la casualidad; ella que no paraba de decir que quería irse con su hermana, y el día del santo de mi madre se fue a celebrarlo con su querida hermana Tere. Se fue preparada, sacramentada y tras años configurada con la cruz, y otros muchos más al igual que mi madre, en cada misa diaria mirando el rostro del Señor en su Cristo Marinero. Tía Blanqui era una mujer buena, sonriente, piadosa y muy generosa. Hasta en sus últimas palabras nos dio una lección: nos pidió ser enterrada con una persona de la familia que no se portó del todo bien con ella; eso sólo se entiende desde el corazón de alguien que es intrínsecamente buena persona y que se ha dejado moldear por el evangelio habiendo comprendido la riqueza de amar y de perdonar sin límites.
Como ninguno somos, ni mi tía ni mi madre eran perfectas, por eso en sus esquelas "rogamos una oración por su alma". Gracias de corazón a todos los que me habéis hecho llegar vuestras palabras de consuelo, estoy feliz y en paz de saber que se han ido como Dios manda: cuidadas y mimadas hasta el final. Gracias a nuestro Párroco Don José Manuel que estuvo pendiente de mi tía visitándola en casa hasta pocos días antes de fallecer, y gracias por facilitárnoslo todo -como siempre- para las exequias de ambas. Gracias a todos los que de un modo u otro nos habéis ayudado y estado cerca de mi familia y de mí.
Mi fe en Cristo vivo me ha permitido vivir estos momentos complejos con serenidad, sosiego y hasta con el gozo de saber que para ellas ha terminado ya este valle de lágrimas y comienza la vida que no acaba. Así lo resume este himno de la liturgia de las horas:
Si morir no es despertar,
si es simplemente morir,
¿para qué, muerte, vivir?,
¿para qué, muerte, empezar
esta angustia, este llorar?
Más, si eres umbral y puerta
del misterio, si honda y cierta
aseguras mi esperanza,
¡qué cima de luz se alcanza
viviendo una vida muerta!
De este modo lo siento y así lo creo, y por eso lo vivo feliz. Llegados a este tiempo me doy cuenta que este año ya me tocará a mí hacer ese gesto hermoso que ellas hacían: montar un pequeño altar en casa en los primeros días de noviembre con las fotos de los nuestros que duermen ya el sueño de la paz, y donde habrá que incluir ya sus propios retratos. La sentencia del Apocalipsis define muy bien lo que siente mi corazón tras estos acontecimientos:“Dichosos los que mueren en el Señor'' (Ap 14, 13).

No hay comentarios:
Publicar un comentario