En este Domingo XXX del Tiempo Ordinario en que nos congregamos de nuevo entorno al altar, y compartimos la Palabra y el pan que es Jesucristo mismo, Dios nos acerca al sentido de la vista, no sólo la física, sino especialmente la espiritual. En el evangelio veremos cómo se cumple la profecía bellísima de Jeremías que se ha proclamado en la primera lectura: alguien que se sentía "resto" se verá salvado, pasará del confín de la oscuridad a la luz recobrando la vista del cuerpo y el alma. El que era un pobre ciego puede gritar de alegría, regocijarse y proclamar con toda verdad que ''El Señor ha salvado a su pueblo''. Hoy queremos acercarnos a esta palabra y hacerla nuestra, para que se disipen nuestras oscuridades cumpliéndose así también esta profecía en nuestras vidas: ''y yo los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por camino llano, sin tropiezos''.
En el evangelio tomado del capítulo 10 de San Marcos, no se nos habla de alguien anónimo, sino que el autor nos regala sobrados detalles: Jesús se encontraba a las afueras de Jericó, el hombre que le implora estaba pidiendo al borde del camino, se llamaba Bartimeo -hijo de un tal Timeo-... Estos datos a simple vista igual no nos dicen nada, pero en realidad nos están diciendo mucho, nos aclara que Jesús no se mueve en el anonimato ni en abstracto, sino que viene a nosotros y nos ama de corazón a corazón, conociéndonos. Si Jesús se paseara hoy por nuestro pueblo y curara a un enfermo, de poco nos serviría que nos dijeran que curó a un señor llamado José, de Lugones, o a una señora llamada María, de Viella; pero si nos dicen el hijo de la que vive en tal lugar, o marido cual señora, inmediatamente les ponemos rostro y nombre. Lo que ocurrió años después de aquel milagro fue que la gente de Jericó no hablaba de que Jesús de Nazaret había devuelto la vista allí a un ciego, sino a Bartimeo, a nuestro paisano, al que siempre conocimos mendigando por su ceguera.
Todos tenemos cegueras y oscuridades, todos somos mendigos de tanto inalcanzable, todos alguna vez en la vida nos vemos postrados, postergados, tirados al borde del camino por no ver la luz que Cristo nos regala unas veces, y otras porque los que pasan a nuestro lado tampoco logran ver que necesitamos ayuda, que necesitamos ver y previamente ser vistos caídos en la cuneta de la vida. Bartimeo siente que Jesucristo va pasar por allí, y le llama a gritos: «Hijo de David, ten compasión de mí». El ciego es consciente de que va a pasar ante su postración y es el único que podía cambiar su historia de fracaso en triunfo, era su única oportunidad de que su vida cambiara absolutamente: ¡tenía fe! Y era tal su certeza de que el Nazareno era su salvación que le dio igual que le mandaran callar o le regañaran, que le llamaran la atención o le recordaran que era un pecador que estaba pagando sus culpas o las de sus mayores. No perdamos de vista esto: un pobre mendigo ciego es el primero en confesar públicamente al Señor como Mesías. Sí; antes de que Pedro le diga ''tú eres el Mesías'' y antes de que entrando en Jerusalén el pueblo aclame ''Hosana al Hijo de David'', será Bartimeo el que muestre públicamente su fe reconociendo al Redentor del mundo.
Nos encontramos ante un pobre ciego que mendigaba, como era lo que les quedaba en aquellos tiempos a los discapacitados. Hoy, gracias a Dios, las personas con problemas de visión son tratadas con mayor dignidad, aunque siempre es mucho lo que queda para avanzar en su integración en el campo laboral eliminando barreras del entorno. Especial mención merece la atención que la Iglesia ha hecho en el tiempo en este campo; poniendo un ejemplo: aquí en Lugones tenemos una calle que se llama Luis Braille. Si preguntásemos quién fue este señor seguro que muchos sabrán responder que fue el inventor del sistema de lectura para personas invidentes y que lleva su apellido, pero lo que pocos conocen es que Luis Braille fue un chico francés católico, muy religioso, que durante prácticamente toda su estancia de vida en París fue el organista de la parroquia de San Nicolás de los Campos. A pesar de sus problemas de visión, dicen que tocaba como los ángeles y dejaba a los fieles que asistían a las celebraciones boquiabiertos. Traigo esto a colación por lo siguiente: ¿Qué tipo de ceguera sufro yo, o con qué tipo de ciego me identificarán los demás: ciego orgulloso o ciego mendigo?... Qué hermoso sería lograr ver nuestras cegueras y mendigar en oración a Dios lejos de orgullos y autosuficiencias y sentirse uno mismo mendigo de la gracia del Señor, sabedores de que sin Él no podemos nada.
Y no olvidemos la ceguera el alma, la puramente espiritual. Entre los doce apóstoles no nos consta que hubiera ningún invidente y, sin embargo, Jesús en diferentes pasajes del evangelio les llama ciegos y les reprocha cómo no pueden ser capaces de ver lo que tienen delante. Se nos olvida muchas veces ejercitar la vista del alma, la mirada desde la fe. El domingo pasado veíamos también cómo los discípulos discutían por ver quien quien se colocaría a su derecha o a su izquierda. Y aquí, en esta escena a la salida de Jericó camino de Jerusalén, el ciego es escuchado en su súplica, más no se acerca Jesús a Bartimeo, sino que lo manda llamar. Esta llamada no fue sólo para acercarse en ese momento, sino a seguirlo ya de por vida. Bartimeo era invidente, pero los ojos del alma los tenía mejor que nadie, por eso cuando el Señor lo llama soltó hasta el manto y dio un salto. Todo esto lo sabemos, pero lo importante no es que Jesús se interese por lo que necesita el ciego, sino que lo mira con misericordia, lo toca, lo cura, lo saca del borde del camino para ponerle de nuevo en marcha. A Bartimeo le salva su fe, esa que queda patente cuando llama a Jesús “Rabbuní” (maestro), pero su historia no termina en una curación milagrosa, lo verdaderamente importante y también milagroso es que esa respuesta a la llamada de Cristo se prolonga: Bartimeo no va a buscar a su familia para celebrar que puede ver, ni se queda en Jericó para empezar a disfrutar la vida de luz tras dejar de ser un marginado, Bartimeo ''lo seguía por el camino''; su fe y convicción le hace seguir los pasos del Señor hacia Jerusalén, hacia su meta, que es lo mismo que decir hacia la cruz que igualmente será redentora para los que lo siguen hasta el final.
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