miércoles, 9 de octubre de 2024

9 de Octubre: Los Santos Mártires de Turón

Extracto del libro Los mártires españoles del siglo XX, escrito por Vicente Cárcel Ortí, publicado por la Biblioteca de Autores Cristianos en Madrid, 1995. En la página 217 relata la historia de estos nueve mártires; yo tan solo me he limitado a copiarla, a realizar algunos cambios de estilo y a completar algunas noticias desde Internet. El mérito de esta compilación es, pues, del autor del libro, don Vicente Cárcel Ortí.

Los conocidos como "santos mártires de Turón" son ocho hermanos de las Escuelas Cristianas, también conocidos como Hermanos de La Salle, y un padre Pasionista: Hermano Cirilo Beltrán, de 47 años, nacido en Lerma, diócesis de Burgos, el 20 de marzo de 1888.
Hermano Marciano José, de 33 años, nacido en El Pedregal, diócesis de Siguenza-Guadalajara, el 17 de noviembre de 1900.
Hermano Victoriano Pío, de 29 años, nacido en San Millán de Lara, diócesis de Burgos, el 7 de julio de 1905.
Hermano Julián Alfredo, de 31 años, nacido en Cifuentes de Rueda, diócesis de León, el 24 de diciembre de 1903.
Hermano Benjamín Julián, de 25 años, nacido en Jaramillo de la Fuente, diócesis de Burgos, el 27 de octubre de 1908.
Hermano Augusto Andrés, de 24 años, nacido en Santander, el 6 de mayo de 1910.
Hermano Benito de Jesús, de 23 años, nacido en Buenos Aires, el 31 de octubre de 1910.
Hermano Aniceto Adolfo, de 22 años, nacido en Celada Marlantes, diócesis de Santander, el 4 de octubre de 1912.
Padre Inocencio de la Inmaculada, pasionista, de 47 años, nacido en el Valle de Oro, diócesis de Mondoñedo, el 10 de marzo de 1887.

Turón es una parroquia del concejo de Mieres, Asturias, situado a unos nueve kilómetros de ésta última. A finales del siglo XIX formó parte del proceso de industrialización de España gracias a los extensos depósitos de hulla existentes en su suelo. La primera mina de carbón, la "Clavelina", comenzó a funcionar en 1890, fecha en que un grupo de empresarios vascos crearon la sociedad Hulleras del Turón, filial de Altos Hornos de Vizcaya, formando un coto minero de 5.198 hectáreas y creando un importante núcleo minero pionero en España. En 1926 egó a contar con nueve pozos que producían hulla en todo el Valle: San Víctor, Santo Tomás, San Pedro, San José, San Francisco, Los Espinos, San Benigno, Podrizos y Santa Bárbara. Su riqueza minera era tal que entre 1940 y 1960 había abiertas más de doscientas bocaminas a lo largo del valle. En octubre de 1934 unos 5.000 obreros y sus familias dependían de la Sociedad, muchos de ellos trabajando en el interior de la mina, y el resto en otras dependencias tales como lavaderos, talleres, transportes, oficinas, economato, etc.

A principios del siglo XX un director de la empresa decidió aumentar los servicios sociales de la misma, y entre ellos decidió fundar en 1919 una escuela en Turón, el colegio de Nuestra Señora de Covadonga, que fue confiado a los hermanos de las Escuelas Cristianas, y donde muchos de los habitantes de Turón y su valle asistieron como alumnos durante aquellos años. Pero el 3 de junio de 1933 fue publicada la nueva Ley de Confesiones Religiosas, que prohibía la enseñanza a las instituciones religiosas y establecía el cierre de los colegios religiosos de primaria para fin de año. Para burlar esta injusta medida, los hermanos de La Salle se aprovecharon en toda España del hecho de que los edificios de sus colegios pertenecían desde finales del siglo XIX a la sociedad "La Instrucción Popular S.A." (IPSA), que se dedicaba a la "instalación y sostenimiento de colegios de primera y segunda enseñanza" y que alquilaba sus edificios preferentemente a los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Tras la nueva Ley, los colegios de La Salle eran legalmente de seglares, y la empresa IPSA les contrataba como profesores, teniendo que ejercer de paisano sin hábitos; es lo que se llamó "Operación Balmes".

De esta manera, los hermanos de la Salle de Turón se despidieron de sus alumnos al finalizar el curso de 1933, diciendo que cumplian la nueva ley y, posteriormente, fueron contratados como profesores directamente por IPSA, que les pagaba como al resto de maestros de la República, siendo destinados a otros colegios. A finales del verano de 1933 llegaron los nuevos "maestros" al colegio de Turón, todos ellos contratados por la sociedad Hulleras de Turón para el colegio que habían abandonado los hermanos de La Salle por imperativo legal. Todos eran hermanos de La Salle, vestidos de paisano: un director y seis profesores, para las seis clases que funcionaban en el colegio:Don José Sanz Tejedor, contratado como director. 

En religión se le conocía como el hermano Cirilo Beltrán.
Don Vilfrido Fernández Zapico, en religión hermano Julián Alfredo.
Don Vicente Alonso Andrés, en religión hermano Benjamín Julián.
Don Román Martínez Fernández, en religión hermano Augusto Andrés.
Don Héctor Valdivieso Sáez, argentino, en religión hermano Benito de Jesús.
Don Manuel Seco Gutiérrez, en religion hermano Aniceto Adolfo.
Don Antonio García.

Antonio García estuvo descontento todo el curso y lleno de recelos por las tensiones ambientales. Nada más terminar el curso de 1934 fue trasladado a Mieres y sustituido por don Claudio Bernabé Cano, en religión hermano Victoriano Pío. En abril de 1934 había llegado Filomeno López y López, en religión hermano Marciano José, procedente de Mieres; su sordera le impedía impartir clases, y se dedicaba a tareas auxiliares como cocinero y encargado de compras del colegio.

Jueves, 4 de octubre de 1934

Cuando comenzó la revolución de octubre, los hermanos llevaban tres semanas preparando el nuevo curso. El 4 de octubre había subido a Turón el padre Inocencio de la Inmaculada, capellán del colegio, para decir la misa del día siguiente a los alumnos, primer viernes de mes. Por la tarde llegaron rumores a Turón: se enteraron que un nuevo gobierno de Madrid y que la reacción de las izquierdas fue convocar una huelga general y revolucionaria para el día siguiente. Durante la cena lo comentaron con el padre Inocencio, pero se fueron a la cama a descansar, pues no entendían mucho de política y estaban trabajando en el nuevo curso.

Viernes, 5 de octubre de 1934

Como todos los días, los hermanos se levantaron a las 04:30 horas. El más joven, el hermano Aniceto Adolfo, era el encargado de la capilla y bajó a ella para preparar las cosas. Estando allí sintió que llamaban a la puerta de forma precipitada y vio entrar, con el rostro asustado, a la señora Juana González, cuñada del capellán. Con palabras entrecortadas le dijo que había estallado la revolución, que los revolucionarios habían detenido a su marido y a su hijo, al capellán Tomás Martínez, al párroco don José Fernández y al coadjutor don José Manuel Álvarez, y que a todos ellos les habían conducido a la Casa del Pueblo, habilitada como prisión. El hermano Aniceto cerró las puertas y avisó al resto de los hermanos. Algunos recordaron haber oido explosiones a medianoche, pero no como en otras ocasiones. Avisaron al padre Inocencio y, después de algunas vacilaciones, decidieron adelantar la hora de la misa, en previsión de lo que pudiera pasar. Por la calle no notaban nada especial, pero el hecho de la prisión de los sacerdotes de la parroquia del pueblo no presagiaba nada bueno.

Los revolucionarios se fijaron para su causa en los talleres de Turón, pues estaban bien provistos de vehículos, material y técnicos capaces de prepararlos para el frente, especialmente camiones blindados y bombas. Los revolucionarios establecieron un Comité en el pueblo, presidido por el propio alcalde. Al amanecer del 5 de octubre el cuartel de la Guardia Civil ya estaba rodeado por una multitud de gente. El alcalde pidió dialogar con el sargento y le pidió la rendición incondicional del cuartel, que estaba guarnecido por él mismo y cinco guardias. Se negaron a ello, y comenzó un asedio que se prolongó hasta el mediodía cuando, muerto el sargento y dos guardias, y otros dos guardias heridos, cesaron la resistencia. A partir de ese momento no hubo en Turón más autoridad que la del Comité Revolucionario.

Mientras tanto, en el colegio los hermanos habían comenzado la misa. Al llegar al ofertorio oyyeron gritos por el patio y violentas llamadas a la puerta. El padre Inocencio intuyó el peligro, interrumpió la misa y pidió a los hermanos que le ayudaran a consumir las sagradas formas. Los gritos y golpes se hacían cada vez más violentos. El hermano Marciano bajó a abrir y se encontró de frente a un grupo de unas treinta personas armados con fusiles y pistolas. Uno de ellos disparó su arma y el proyectil se incrustó en la pared, a pocos centímetros de la puerta. El resto de la banda increpó al que había disparado, por el riesgo que suponía el disparo. El grupo comenzó a reclamar las armas que las Juventudes Católicas tenían en el colegio, y se lanzaron a registrar las dependencias del colegio sin ningún miramiento. En la biblioteca encontraron las listas de los Jóvenes Católicos, que se guardaron con mucho regocijo. Mientras tanto, los hermanos iban al encuentro de los asaltantes tratando de evitar el saqueo y mayores daños; pero finalmente les dijeron que quedaban detenidos y que les iban a llevar a la cárcel.

Salieron del colegio conducidos a punta de pistola y fusil en dirección a la Casa del Pueblo, distante valle abajo a algo menos de un kilómetros. No encontraron a nadie por la calle, y los pocos que se asomaron a las ventanas evitaron cualquier intromisión. Sobre las 07:00 horas llegaron a la Casa del Pueblo; allí encontraron a los sacerdotes a los familiares del capellán, ya citados, y a otras personas detenidas, así como a algunos guardas jurados que se habían resistido a entregar sus armas.

Este fue el peor día de su cautiverio. Se les encerró en una sala grande a todos juntos, se les ordenó estar en silencio, sin hablar entre ellos ni con el resto de presos, orden que un vigilante armado se encargaba de cumplir, y cuya mirada les hacía desechar cualquier tipo de idea de fuga. Se enteraron de que el cuartel de la Guardia Civil estaba siendo asaltado, y oyeron las cargas de dinamita que los revolucionarios activaron en sus ataques. Les obligaron a tener las ventanas cerradas y a estar a media luz; se les permitía ir de uno en uno al servicio del fondo del pasillo. Algunos pudieron ver por la ventana centinelas armados en la puerta del edificio y en las inmediaciones. Ordenaron al padre Inocencio que se quitara la sotana pero, no el padre no tenía ropa para ponerse, autorizaron al hermano Cirilo a regresar al colegio por ropa para el padre. Las ropas que trajo le estaban muy grandes y, para compensar la falta de camisa, se le dió un pañuelo que ató al cuello.

Los familiares del resto de detenidos llevaron comida a sus parientes, pero nadie se acordó de los hermanos de La Salle ni del padre Inocencio, que pasaron el día sin comer nada. Al llegar la noche los revolucionarios les proporcionaron mantas, pero poco pudieron dormir aquella primera noche.

Sábado, 6 de octubre de 1934

NOTA: casi todos los datos que conocemos de los días siguientes proceden de los sacerdotes que estuvieron en su compañía hasta el último momento, sobre todo del párroco, don José Fernández, que redactó, dias después de su liberación, un documento con las principales incidencias de la vida en la prisión.

Al día siguiente trajeron a nuevos prisioneros, entre ellos cuatro ingenieros de la empresa que habían quedado bajo vigilancia en su casa. De los catorce detenidos iniciales del día anterior pasaron a ser veinticinco. Llevaron a los sacerdotes y a varios jóvenes de Acción Católica a la sala grande donde estaban los hermanos. Ese día el médico de Turón, don Julián Cabo Ovejero, tuvo que atender a uno de los hermanos. Se cree que fue el hermano Marcelino, pues padecía una seria afección en la columna. El doctor le puso una inyección y trató de calmarle. Los hermanos pidieron que se les trajese un colchón del colegio para el hermano Marcelino, pero el jefe de los guardianes se negó; se trataba de un tal Fermín García, alias "El Casín".

Al aumentar el número de detenidos en la sala las conversaciones se hicieron más distendidas, lo que rebajó la tensión. Además, ese día pudieron comer. Hablaron del riesgo de ser fusilados, y se consolaban mutuamente diciendose que serían asesinados sólo por el hecho de ser educadores cristianos, que su muerte sería un martirio y que Dios les recompensaría con creces. Pasaron muchos ratos rezando. Además del rosario, que recitaban en grupo y en el que participaban los otros detenidos en la sala, se les notaba a ratos silenciosos y resignados, como quien está rezando en su corazón al Señor. El cansancio acumulado y el relajamiento de la tensión hicieron que esa noche pudieran dormir.

Domingo, 7 de octubre de 1934

Ese día tuvieron la pena de no poder celebrar la Santa Misa, aunque comprendieron que su sacrificio era suficiente eucaristía agradable al Señor. Por la mañana escucharon el motor de varios aviones sobrevolando el valle, pero los guardianes les quitaron toda esperanza al decirles que la revolución había triunfado en toda España y que sólo quedaban algunos rincones que someter en Asturias.

Por la noche tarde, sobre las 17:00 horas, se presentaron dos miembros del Comité para interesarse por los presos. Uno de ellos, Ceferino Álvarez Rey, dijo ser antiguo alumno del colegio, y que debía a don Román, es decir, al hermano Augusto Andrés, al que calificó de excelente profesor, todo lo que sabía. Les comunicó que no tenían de que preocuparse, pues estaban detenidos como medida para proteger sus vidas. A continuación su empeño fue saber si el hermano Marciano era religioso o estaba asalariano, pues sabía que no daba clases debido a su sordera. El hermano Marciano se mostró muy nervioso y el hermano Cirilo tuvo que responder. Pero el hermano Marcelino no quiso aprovecharse de su circunstancia, en ningún momento quiso pasar como empleado, y se declaró religioso y miembro de la comunidad, sabiendo que en su confesión iba implícita la sentencia de muerte.

Ese domingo se llevaron al frente a dos guardas jurados y a dos jóvenes, lo que unido al tono empleado por los interrogadores, convenció a los presos de que el peligro de muerte era inminente. Por ello, decidieron confesarse y prepararse para ella. Estaban entonces en la sala diecisiete detenidos. El padre Inocencio fue el primero, que lo hizo con el párroco, y éste con el coadjutor. Los hermanos lo hicieron con el que prefirió cada uno. También confesaron los otros prisioneros que estaban en la sala. Terminadas las confesiones, una alegría inmensa invadió a todos. Sintieron que Dios estaba allí con ellos para infundirles fortaleza. Una gran resignación se manifestaba en los presentes.

El capellán, don Tomás Martínez, ya no estaba entre ellos, pues le habían trasladado a otra sala y, posiblemente, se hallaba en su casa debido a una dolencia pulmonar que padecía de la que no tardaría en morir. Su amistad con el jefe masónico, Leoncio Villanueva, sin duda le ayudó en esas horas.

En esos momentos del domingo se estaba discutiendo en el Comité, cuya sede se había trasladado al colegio de los hermanos, la conveniencia o no de fusilar a los sacerdotrs y religiosos, como escarmiento en Turón y en el resto de localidades vecinas. En Mieres triunfó la cordura y no se llevó a cabo esta medida, pues un miembro del Comité Revolucionario, cuando se habló de matar a los religiosos, se nego afirmando que ellos eran revolucionarios, no asesinos, y que si perdían no podrían acusarles de derramar sangre de ningún prisionero. Sin embargo en Turón las cosas fueron distintas. El jefe masón Leoncio Villanueva se opuso a los asesinatos, pues quería salvar a su amigo el párraco don Tomás Fernandez; en atención a él proyegía también a los dos sacerdotes de la parroquia. Pero un tal Silverio Castañón y su grupo de violentos optaron por la muerte del resto, a modo de escarmiento; y así quedó decidido.

Mientras tanto, en la Casa del Pueblo los hermanos cenaban lo que les llevó la señora Palmira Sierra; al acabar rezaron y se dispusieron a pasar la que sería su última noche en la tierra, sin que ellos lo supieran aún.

Lunes, 8 de octubre de 1934

El momento elegido por Silverio Cstañón y Fermín García, alias "El Casín", para ejecutar la sentencia fue el 8 de octubre. Pero tuvieron que retrasar la ejecución porque el día anterior un militante de Turón había muerto en los combates de Oviedo y sus compañeros habían llevado el cadáver al cementerio para enterrarlo. La presencia de familiares y amigos impidió preparar a tiempo las fosas de los sentenciados. Este tiempo fue aprovechado por amigos y defensores de los detenidos para tratar de impedir el ajusticiamiento. Se sabe que varias personas intentaron imponer sentatez, entre ellas los dos médicos de la localidad, varias madres de alumnos y otros, pues no en vano muchos de los vecinos de Turón enviaban a sus hijos al colegio de los hermanos, presentes en la localidad desde hacía quince años, y muchos de ellos habían pasado por su aulas. Pero todo fue en vano. A falta de voluntarios para formar el pelotón de fusilamiento, Silverio Castañón los reclutó en Mieres y Santullano. Lo prepararon todo con sigilo y se puede decir que hasta con nocturnidad. Abrieron en el cementerio una zanja de unos nueve metros de largo y esperaron a que llegase el momento.

Entrada ya la noche, los confabulados se reunieron en el colegio Nuestra Señora de Covadonga, sede del Comité Popular Revolucionario de Turón. Los reunidos bebían sin parar, como para darse ánimos. Sin embargol, Silverio Castañón apenas seguía la conversación, pues estaba más silencioso que otros días. Una tensión indefinida se dibujaba en su rostro.

Martes, 9 de octubre de 1934

Habían pasado ya las doce de las medianoche cuando Silverio Castañón pronunció las palabras que movilizaron al grupo: "Adelante, en marcha". Se dirigieron a la Casa del Pueblo. Poco más de las 01:00 horas entraron en la sala grande donde se encontraban los hermanos dormidos, menos el director del colegio y el párroco, que conversaban en voz baja; la puerta se encontraba entornada. Entraron Silverio Castañón y "El Casín" pistola en mano, acompañados de dos armados con escopetas. Al director le dijeron que se quitara el abrigo y entregara todo lo que tuviese en los bolsillos; seguidamente al párroco le dijeron lo mismo, mientras despertaban al resto de los hermanos y les ordenaron hacer lo mismo. Se lo quitaron todo, excepto el reloj del coadjutor y el rosario del párroco, que les permitieron quedárselos. El resto de paisanos detenidos no fue molestado de esta manera. El padre Inocencio seguía dormido, sentado en una silla y tapada su cabeza con una manta. Fue despertado y le ordenaron entregar todas sus pertenencias. A continuación todos fueron conducidos al exterior, donde sintieron el frío de la noche. A la tenue luz de la bombilla que licía en la fachada vieron a unos veinte hombres que les apuntaban con sus armas.

En el patio, cuando ya no podían oirles el resto de los presos, Silverio Castañón les preguntó: "¿Saben ustedes a donde van?". El hermano Augusto Andrés respondió resueltamente. "Adonde ustedes quieran. Ya nada nos importa. Estamos preparados para todo." La respuesta de Castañón fue: "Pues van ustedes a morir."

Oyeron la sentencia en silencio. Sus temores se confirmaron. Llevaban preparándose durante cuatro días para ese momento, y ni uno solo vaciló. Su serenidad se les contagió a los dos oficiales de Carabineros que les acompañaban a la muerte: el teniente coronel Arturo Luengo Varea y el comandante Norberto Muñoz. Rodeados por el piquete, iniciaron la marcha hacia el cementerio, sin ninguna resistencia, los dos militares al frente, los ocho hermanos detrás, y el padre Inocencio cerrando la fila. En lugar de avanzar por la carretera, marcharon por la vereda que asciende al cementerio por la ladera izquierda del valle. Tardaron entre ocho y diez minutos en llegar. Silverio Castañón confesaría más tarde al párroco: "Los hermanos y el padre oyeron tranquilamente la sentencia y fueron con paso firme y sereno hasta el cementerio, sin pronunciar una sola queja, tanto que yo, que soy hombre de temple, me emocioné por su actitud. Sabiendo donde iban, fueron como ovejas al matadero."

Llegados al cementerio, hubieron de esperar un rato ante la puerta, pues el enterrador, aunque estaba avisado, no se había presentado aún y hubo que ir a buscarlo. A los pocos minutos apareció en compañía del miliciano que había ido en busca, abrió la puerta y recibió órdenes de no entrar en el recinto, sino de quedarse fuera. El cementerio era nuevo, pues se había inaugurado hacía algo más de un año y apenas existían enterramientos en él. Era una explanada en medio de la cual, hacia la derecha, en la parte superior, ya estaba abierta la larga fosa que fue excavada hacía escasamente unos horas, en la tarde anterior.

Las víctimas avanzaron a la voz de Castañón: "¡Adelante, más adelante!". Eran conscientes del momento supremo que estaban viviendo, y rezaban con emoción contenida. Es probable, no lo sabemos, que se cruzaran alguna palabra de aliento, especialmente los más animosos del grupo. Sin apenas darse cuenta, recibieron la orden de pararse. Tras de sí tenían la ladera de la montaña y la tapia posterior. A sus pies estaba la zanja que les recogería en pocos instantes, y en la que quizás no repararon hasta el último momento. A unos doscientos metros podían ver, sobre las tapias del cementerio, las ventanas del colegio, su querido colegio, iluminadas y con la gente del Comité Popular Revolucionario moviéndose en su interior. Y frente a ellos, los veinte forajidos que les apuntaban con sus armas. Se oyó la voz de Silverio Castañón: "¡Fuego!". Hicieron falta dos descargas para derribarles al suelo. Silverio Castañón y "El Casín" se adelantaron para descerrajar un tiro de gracia en alguno que aún se movía, mientras que un forajido se dedicaba a rematar al teniente coronel, al hermano director y a algún otro con una maza de grandes proporciones. Todo duró menos de un cuarto de hora. Finalizada la ejecución, los miembros del piquete salieron por la puerta contraria a por donde habían entrado, mientras que Silverio Castañón se dirigía a ésta, donde esperaba el enterrador, y le ordenaba que tapara la zanja y se marchara. Así lo hizo; al acabar, cerró la puerta del cementerio, echó la llave y se volvió a su casa.

El largo camino hasta los altares

Inmediatamente comenzó a circular por el valle la noticia del fusilamiento de los profesores de la escuela. La repulsa fue general, incluso entre los simpatizantes de la revolución, pues lo consideraban un acto de crueldad repugnante e inútil. El jueves 11 de octubre por la noche, los dirigentes socialistas comprendieron que la revolución había fracasado. Al amanecer del 19 de octubre varios destacamentos de la Guardia Civil y del ejército recorrieron el valle de Turón, sin encontrar resistencia. El día 21 de octubre comenzó la exhumación de los cadáveres, que encontraron en muy mal estado de conservación: el hermano Cirilo tenía la cabeza separada del tronco, y el resto estaba irreconocible. Los cadáveres de los hermanos fueron identificados por las iniciales de su ropa interior, mientras que un padre pasionista reconoció el cadáver del padre Inocencio. Todos fueron colocados piadosamente en cajas de madera y debidamente enterrados en otro lugar del cementerio.

Su asesinato tuvo mucha resonancia en España y en muchos países del mundo, pues se reconoció que habían sido ejecutados por odio a la religión y por ser educadores cristianos. Todos reconocían el carácter martirial de su muerte, y se celebraron funerales en su memoria en muchos lugares. Se hablaba de ellos con verdadero respeto y admiración, y había muchas personas que pedían a los superiores de los Hermanos de las Escuelas Cristianas que recogieran datos y testimonios para preparar un reconocimiento oficial de su martirio.

Mientras tanto, se hicieron gestiones para trasladar su cuerpos a otros lugares definitivos. El cuerpo del padre Inocencio se trasladó al cementerio de Mieres de forma solemne el 25 de febrero de 1935. Al día siguiente los cuerpos de los ocho hermanos fueron trasladados en un furgón al cementerio de la casa central de los hermanos de la Salle, en Bujedo, Burgos, donde fueron inhumados en medio de un homenaje grandioso. Pero el odio a la religión seguía vigente en España, y sus tumbas fueron profanadas menos de un mes después: el 23 de marzo de 1935 un incendio provocado acabó con la mitad del convento, a pesar de los esfuerzos de los bomberos de Miranda de Ebro, Vitoria y Burgos. Por su parte, la tumba del padre Inocencio, que era de cinc,, fue profanada dos años después, durante el asalto de los milicianos rojos a Oviedo, ya que se dice que el cinc de su tumba fue utilizado para hacer balas para "entrar en la fascista Oviedo", y los restos del padre se perdieron para siempre.

La guerra civil que estalló en julio de 1936 dió al traste con los trabajos informativos de los fusilamientos, y las atrocidades ocurridas durante la contienda, entre las que se cuentan la muerte de 165 hermanos de las Escuelas Cristianas, empañaron y empequeñecieron la muerte de los nueve mártires de Turón. A pesar de ello, el 9 de octubre de 1944, a los diez años de su asesinato, se inició en la diócesis de Oviedo la Causa de Beatificación de los mártires de la revolución de Asturias. Cuarenta y cinco testigos desfilaron ante el Tribunal Diocesano, y el 22 de junio de 1945 finalizó el trámite diocesano, y la Causa se envió a la Santa Sede. El 9 de octubre de 1984 se conmemoró el cincuenta aniversario del martirio en el mausoleo del cementerio de Bujedo, donde se hizo un grandioso acto de homenaje.

En junio de 1985 el Vaticano comunicó que el proceso de beatificación se aceleraba y entraba en su fase final. El 9 de diciembre de 1988 la Comisión de Teólogos aprobó por unanimidad la realidad del martirio de los religiosos asesinados en Turón, y el 16 de mayo de 1989 la Comisión de Cardenales confirmó y aprobó su beatificación, dando por demostrado que los religiosos fueron muertos por odio a la fe y que aceptaron la muerte con generosidad y perdonando a sus asesinos.

El papa Juan Pablo II beatificó a los nueve mártires en la plaza de San Pedro del Vaticano el 29 de abril de 1990, y los canonizó el 21 de noviembre de 1999. Su festividad se celebra el 9 de octubre.

La suerte de sus asesinos

Todos los miembros del Comité Popular de Turón fueron detenidos a lo largo de las semanas siguientes al fracaso de la revolución. Silverio Castañón fue detenido por la Guardia Civil en Lamasón, provincia de Santander. Todos fueron llevados a la Cárcel Modelo de Oviedo. Se incoó sumario judicial a los 65 implicados en los hechos de Turón que, por recaer en ellos acusación de rebelión armada, tuvo carácter de Consejo de Guerra.

El juicio se celebró entre el 17 y el 24 de junio de 1935. Se dictaron cuatro sentencias de muerte para Silverio Castañón, Amador Fernández Llaneza, Fermín López alias "El Casín" y Servando García Palanca; treinta y siete condenas a cadena pertepua, entre las que figuraba la de Leoncio Villanueva. Dieciocho fueron absueltos por falta de pruebas, entre los que figurada el enterrador, Esteban Martín Colodrón.

Ninguna sentencia se cumplió. En España y en todo el mundo arreciaban voces pidiendo la amnistía, que llegó el 20 de febrero de 1936, cuando el Frente Popular ganó de aquellas maneras las elecciones generales, exoneró a todos los presos de sus penas y responsabilidades y salieron libres a la calle, comenzando la cuenta atrás para la guerra civil que comenzaría en cinco meses.

ORACIÓN

Juntos sirvieron a Jesucristo en el ministerio de la educación cristiana.

Juntos vivieron como Hermanos, sosteniéndose y apoyándose mutuamente.

Juntos como un solo hombre dieron sus vidas y fueron sepultados en la misma tumba.

Juntos son coronados y glorificados.

Te pedimos, Jesús, que nuestras comunidades educativas encuentren estímulo y fuerza en el noble gesto de esta Comunidad de Hermanos que vivió unida en la fe, unida en el ministerio, unida en la prueba de la persecución y se mantuvo fiel.

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