Nos hemos acostumbrado quizás a los titulares repetitivos donde se nos habla de las guerras en curso que siguen asolando nuestra historia más actual. Sabemos que hay muchas más guerras que las que pueden acaparar nuestra atención cotidiana, y que algunas de ellas son escaramuzas diminutas entre pueblos rivales o tribus étnicas enfrentadas desde siempre. Sobrecoge pensar que algunas de ellas son tan absurdas (toda guerra es siempre absurda) que se han declarado para dar salida al armamento que se estaba quedando obsoleto y que había que darle salida, aunque se pague el alto precio de la sangre de tantos hombres y mujeres, muchos de ellos niños y ancianos totalmente inocentes a los enjuagues de los poderosos.
Pero esas guerras actuales son la escenificación de una violencia diaria cuando en el corazón anida la venganza que corroe, la insidia que divide, el terror que deshumaniza el alma. Del ámbito casi privado en lo personal y en lo doméstico, se va al toma y daca regional, nacional e internacional que no tiene ya mesura ni cortapisas a la hora de arrasar de un modo cruel y aterrador segando vidas, destruyendo historias, borrando huellas en una especie de apocalipsis maldito que no tiene ya ni medida ni control, introduciendo una espiral de violencia que llamará a más violencia.
El gran escritor inglés Thomas Stern Eliot, hablaba de lo que sucede cuando el hombre abandona a Dios: que siempre le quedarán tres ídolos a los que seguir dando culto, a los que de tantos modos continuar adorando. Él señalaba estos tres: el poder, la usura y la lujuria. Toda una proclama de los males que nos aquejan en estos días revueltos con políticos corruptos y mendaces que quedan retratados en esta fotografía del derrumbe de los imperios de la vanidad ensoberbecida y la ambición pretenciosa. Y es lo que mayormente me viene a la mente cuando me asomo cada día a lo que en el escenario más local o en el más internacional constatamos como deriva de un derrotero en el que los valores sólidos desde lo que hemos construido nuestra sociedad y nuestra civilización, está quedando dilapidada por la ansiedad del poderío con cualquier maña sin rubor, de la riqueza a cualquier precio consumista, del placer en cualquier perversión inconfesable. Lo decía un pensador contemporáneo profesor de teología, como fue Henri de Lubac: cuando hacemos un mundo sin Dios, lo hacemos contra el hombre. Verdadera impronta de lo que estamos asistiendo como escenario terrible de actualidad.
Sabemos que los estados pueden ser aconfesionales, pero las personas siempre seremos creyentes. Puede parecer presuntuosa esta afirmación, pero bien pensada creo que es incontestable. Porque todos tenemos una relación con Dios lo queramos o no: para confesarlo con la fe cristiana o para censurarlo desde la ideología laicista. En este sentido no hay creyentes y ateos, sino creyentes e idólatras, es decir, creyentes en el verdadero Dios o idólatras de los dioses falsos, como señalaba Eliot. Cada uno sabe luego qué fruta prohibida consume, qué torres de Babel indebida levanta o ante qué becerros de oro adora… para llegar a ser como Dios, vieja y única tentación humana que se verifica en las dictaduras de los mandamases sin escrúpulos que sólo quieren perpetuar sus poltronas y controles a base de mentiras tramposas e injusticias avasalladoras sin entrañas.
Por este motivo la memoria cristiana será siempre subversiva para quienes tienen una idea totalitaria y excluyente de la vida: de la familia que confunden y destruyen, de la vida que manipulan y siegan en cualquiera de sus tres tramos (naciente, creciente y menguante), de la libertad que ellos pervierten con leyes liberticidas. Es normal ante este panorama que los cristianos pidamos la palabra y ofrezcamos nuestro testimonio, aunque caliente y enfade a quienes no pueden controlarnos. En ello estamos.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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