Llegamos hoy al final de la cincuentena de Pascua. Han sido unos días preciosos en que el Resucitado nos ha regalado su presencia entre nosotros. Le hemos podido tocar con santo Tomás, caminar hacia Emaús mientras su compañía encendía nuestro corazón, almorzar con Él junto al lago de Tiberiades; hemos escuchado sus últimas enseñanzas y disposiciones, y al recibir su última bendición, nos pidió que aguardásemos la venida del Paráclito. Y así lo hemos hecho. Hemos esperado e invocado pacientemente al Espíritu Santo hasta este gran día en que el cielo vuelve a abrirse para darnos esta bendición increada.
Pentecostés es el tiempo de la Iglesia. Pentecostés hace la Iglesia. Pentecostés es todos los días de nuestra vida porque el Espíritu Santo no deja de soplar sobre su Pueblo dándole la paz de Jesucristo y fortaleciendo el testimonio de sus hijos. Pentecostés realiza la verdad de los sacramentos y da eficacia a la liturgia de la Iglesia. Pentecostés es el alma de la caridad y de la misión de la Iglesia. Todo cuanto en la Iglesia vive y late tiene su fondo y su alma en la acción del Espíritu Santo. Por eso, hermanos, es tan importante la solemnidad que celebramos hoy. No es que Pentecostés sea el origen de la Iglesia, pues bien sabemos que ésta responde al deseo original de Dios, truncado por el Pecado Original pero restaurado por el misterio Pascual de Jesucristo. En clara línea de continuidad con la historia de la Salvación, el Espíritu Santo es garantía de presencia perenne y activa de las maravillas de Dios hechas por los hombres, o dicho de otra manera: el Espíritu Santo hace posible que la Iglesia viva en el eterno presente de Dios.
Así pues, queridos hermanos, celebrar Pentecostés es, por tanto, saborear, de nuevo, las maravillas de Dios. Es saborear la novedad de lo sagrado, la perenne actualidad de la Palabra revelada. Pentecostés, fiesta del Espíritu Santo, fiesta de la cristiandad que, otra vez, se renueva en su fondo y en su forma. Vivamos esta fiesta con el corazón abierto completamente para recibir, de nuevo, la gracia del Paráclito: los siete dones y los doce frutos que el Espíritu Santo siembra en él. Demos gracias, hermanos, por tanto bien y por tanta gracia inmerecida. Así sea.
Como aquellos doce, también nosotros hoy somos privilegiados receptores de la gracia septiforme que nos capacita para confesar que Jesús es el Señor y, de este modo, nos hace ser cristianos convencidos y convincentes. El lenguaje universal que todos entienden es el que da la fe. Se puede ser de una u otra nacionalidad, raza, lengua o país, pero la fe rompe todos los muros y traspasa las fronteras, y, de este modo, nos une a todos en un solo corazón y en una sola alma formando así un único pueblo que tiene una misma fe, un mismo Señor, un mismo bautismo y una misma ley en el amor.
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