(Carmelo López-Arias / ReL)
Los textos evangélicos vistos desde la perspectiva de sus protagonistas femeninos: esto es, además de la Virgen María, las mujeres que aparecen con sus nombres y alguna relevancia, y otras que son referenciales pero de gran importancia moral y espiritual por las lecciones que Jesús vinculó a ellas, desde la viuda pobre a la hemorroísa.
A todas ellas ha consagrado Elena Álvarez su último libro, Las mujeres del Evangelio, breve pero exhaustivo, que permite encontrar en los textos sagrados nuevos motivos para la reflexión espiritual.
La autora es licenciada en Historia del Arte y doctora en Teología, así que empezamos preguntándole por una cuestión llamativa: mientras Jesús entra en conflicto con varios hombres -bien resueltos, como con los apóstoles, o mal resueltos, como con el sanedrín-, no hay tal con las mujeres.
-¿A qué puede deberse esta diferencia?
-Quizá la cuestión no sea de género. El Evangelio nos dice que había mujeres que acompañaban al grupo de Jesucristo y le servían con sus bienes, pero no detallan cómo era el día a día de ellas. No podemos olvidar que los narradores de los Evangelios fueron los apóstoles, que ellos no siguieron en detalle el día a día de esas mujeres. Si pensamos en las costumbres de la época, aunque estuvieran muy cercanas, por ejemplo bajaban en grupos separados, y posiblemente era así también en otros momentos. Los narradores no dieron detalles, por lo que no sabemos si hubo algún conflicto entre las mujeres o no.
-En el caso contrario, ahí tenemos a Judas, a San Pedro, al joven rico…
-Los tres ejemplos que me propone llevan a otra consideración. El joven rico pone de manifiesto que muchas veces rechazamos lo que Dios mismo propone para nuestra felicidad, por apego a las criaturas. En su caso, se trata de los bienes materiales, pero también se podrían considerar otros, como el apego a la fama, o a la familia, o al prestigio de cualquier tipo. Las traiciones de Pedro y Judas, por su parte, quieren mostrar la debilidad también de quienes están muy cerca de Jesucristo, hasta en manera grave, y con el agravante, precisamente, de la cercanía. Son muestra también de la capacidad de perdón de Dios, siempre que queramos acudir a ser perdonados. En todo caso, el Evangelio destaca que las mujeres permanecen hasta el final junto a Jesucristo. Sin ser mejor o peor, y siguiendo las reflexiones de Juan Pablo II en Mulieris Dignitatem, creo que tiene que ver con la maternidad como rasgo propio del género femenino.
-Pero no tenemos constancia de que todas tuviesen hijos…
-No me refiero al hecho de tener o no hijos, sino, antes, a la especial afinidad para acoger y desarrollar la vida que tiene toda mujer, en su patrimonio biológico y psíquico, aun cuando no tenga hijos. Esa condición genera una mayor capacidad para captar las necesidades del otro y asistirle, acompañada de una mayor resistencia en los momentos de dificultad. Por eso, es más difícil que abandonen a quienes les necesitan. Por supuesto, cualquier realidad humana se puede corromper, y también la mujer, como señaló en su día Edith Stein, puede convertir esta riqueza suya en apego a las personas, que le impida querer a Dios.
-No es el caso de aquellas que Le siguieron hasta el Calvario…
-Las mujeres al pie de la Cruz, con todo lo que significan, son un icono para comprender las cualidades femeninas y revalorizarlas a nivel social. Porque también los hombres pueden desarrollar esas cualidades. Podría ser un buen punto de partida para un nuevo feminismo.
-¿Por qué en tiempos evangélicos las mujeres tenían menos valor como testigos?
-El trabajo de las mujeres, en la sociedad de entonces, estaba ligado al cuidado de la familia. Y los ingresos de cada familia dependían del trabajo masculino. De ahí que las mujeres tuvieran siempre que depender de un hombre (padre, marido, hijo, hermano...) o vieran amenazada su subsistencia. Esta estructura social limitaba mucho la participación de las mujeres en la vida pública y los centros de decisión, por no decir que las excluía totalmente. A esto se unía que no recibían una educación para un papel que la sociedad les negaba desempeñar. Existía incluso el prejuicio (y este creo que no ha desaparecido totalmente) de que eran chismosas, imaginativas, y que podían deformar la objetividad de los hechos. Se consideraba, por tanto, que era mejor mantenerlas al margen de las decisiones políticas o de los procesos judiciales. En este último aspecto, tal vez hubiera un cierto deseo de protegerlas, frente al encarcelamiento y otros castigos.
-¿Por qué Jesús no actuó igual?
-A veces se atribuye a Jesucristo la misma actitud corriente en su tiempo. Pero una lectura del Evangelio muestra que no tenia reparo en contrastar con las costumbres si era en beneficio de la dignidad y la salvación de las personas. Su encuentro con la adúltera, por ejemplo, es una manifestación de esto, porque se opone implícitamente a una discriminación que ya ha señalado Juan Pablo II. En la misma línea, es muy significativo que la primera testigo de la Resurrección, el acontecimiento más importante del cristianismo, sea una mujer, y que ella reciba el encargo de ir a contarlo a los apóstoles. Cuando el Evangelio relata que ellos creyeron que se trataba de cosas de mujeres, y que al principio no las creyeron, nos dan otro indicio de cómo eran las concepciones del tiempo. La importancia del momento, pues, destaca que la mujer, para Jesucristo, es igual al hombre en dignidad. Y lo mismo se extiende a la Iglesia.
-Aparte de la Virgen María, si fuese posible entrevistar a una de las mujeres sobre las que ha escrito, ¿a quién me aconsejaría?
-¡Esta es difícil de responder! Cada una de ellas, cada encuentro, transmite una situación en la que podríamos vernos cualquiera. Eso es lo que hace al Evangelio válido para todos los tiempos. A todas, en cierto sentido, las considero cercanas, porque de sus historias he aprendido algo. Puesta a elegir, quizá recomendaría a María Magdalena.
-¿Por qué?
-Fue rescatada del pecado, como todos, y me gusta pensar que en todas sus versiones. Mi lectura de los "siete demonios" de los que fue liberada es que se trata de los siete pecados capitales, de todas las formas de pecado. Después, siguió de cerca a Jesucristo, con plena lealtad, hasta el final, hasta afrontar el riesgo de prestar un último cuidado a su cuerpo muerto, cuando no había esperanza, y ni siquiera era posible recibir el agradecimiento. Sirvió a Jesucristo con sus bienes, le acompañó... tendría mucho que contar. Fue la primera en ver y anunciar a Cristo Resucitado, por eso la Iglesia antigua le dio el título de "apóstol de apóstoles" que el Papa Francisco ha querido recuperar.
-¿Sobre cuál de ellas estudió o meditó más a gusto?
-Cada una me ha enseñado algo, me gusta volver sobre sus historias de vez en cuando. Admiro la generosidad oculta de la viuda que da lo que tiene para vivir, o la tenacidad de la madre cananea cuando intercede por su hija; la sensibilidad de la esposa de Pilato ante una decisión grave y mala que no puede evitar, o la falta de complejos de la pecadora pública para pedir perdón... He meditado sobre todas, pero el encuentro de Jesús con la samaritana me dice muchas cosas.
-¿La mujer del pozo, que le da de beber?
-Sí, se produce de una forma tan natural, como encontrar a un hombre cansado por el camino. A Jesús no le importa nada que sea mujer, ni que sea pecadora, porque no le importa lo que ha hecho, sino quién es. Pienso que expresa muy bien quién es Él. Me gusta el diálogo por la naturalidad con que ella expone sus preguntas, sus prejuicios a veces, sus intereses y su sed fundamental de Dios. Y su disposición a ser mejor. Creo que vale para cada uno de nosotros, y para tantas personas que nos rodean: pueden parecer alejadas o muy equivocadas pero tienen su sed de Dios y quieren que quienes tratamos de conocer a Cristo les hablemos de Él con esa naturalidad.
-¿De qué virtudes serían ejemplo las mujeres de los Evangelios?
-Si, como ha reconocido el propio Papa Francisco, en la Iglesia como en la sociedad, ha predominado cierto rol patriarcal, el momento presente necesita aprender de la aportación femenina. Con esto no quiero afirmar que no se haya valorado nunca, o que no haya tenido un papel: la historia de la Iglesia desmentiría tal afirmación, porque hay importantes contribuciones femeninas a la santidad y a la cultura; por ejemplo, las cuatro Doctoras de la Iglesia, o tantas instituciones religiosas femeninas, ya sean contemplativas, educativas o asistenciales. Han ejercido papeles fundamentales para las sociedades de su tiempo.
-¿Y qué papel correspondería hoy?
-Tal vez el momento presente necesita que se oiga más esa voz de la maternidad, como esa dimensión femenina a la que me refería antes, en la Iglesia y en el mundo. Cada vez son más las empresas, por ejemplo, que reconocen la necesidad del punto de vista de la mujer para humanizar las relaciones laborales. Mujeres y hombres somos iguales en dignidad, y debemos tener igualdad de puestos y de oportunidades; pero es posible que a veces las propias mujeres olvidemos que esa igualdad no implica mimetizarnos con los hombres y hacer las cosas igual que ellos. Eso solo sería una forma nueva de sumisión, un empobrecimiento para la sociedad y, en última instancia, seguir dejando las cosas como están.
-¿Cómo trasladaría esta reflexión, no tanto a la sociedad sino a la Iglesia?
-Cuando esto se traslada a la Iglesia, pienso en los que Francisco llama los "santos de la puerta de al lado". A este respecto, pone bastantes ejemplos femeninos: la madre, la vecina, la abuela, etc. A veces es cómodo pensar que la Iglesia ya es encargo del clero, o de las órdenes. Creo que es momento de que adquiera protagonismo la voz de la mujer en la iglesia desde el papel que la propia estructura eclesial le ha reservado: el ejercicio del sacerdocio común. Y este es importante para que la Iglesia llegue a ser significativa ante el mundo secularizado.
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