Hay una cita anual en nuestro calendario cristiano que tiene sabor a pascua, un sabor dulce y gozoso porque en la festividad de Pentecostés en la que toda la Iglesia celebra la venida del Espíritu que Jesús prometió enviarnos, nosotros celebramos también un envío fraterno reconociendo en el rostro de unos jóvenes hermanos el regalo que Dios nos hace con su ministerio como presbíteros y diáconos.
Han sido varios años de formación en Teología y Filosofía, pero también en otras ciencias y artes en las que la vida se decide cuando hay que afinar y afilar el corazón y sus afectos, la inteligencia y sus saberes, la libertad y sus decisiones. Toda la persona es llamada, y con toda la persona ha de responderse. Serán llamados por la Iglesia con su nombre propio. Es el nombre que otras veces se escuchó en la Iglesia: su bautismo, su confirmación, los ministerios laicales que se les fue confiando. Esta tarde de Pentecostés, sus nombres resonarán en las naves de nuestra Catedral llena de amigos, familiares, compañeros seminaristas, religiosos y sacerdotes. Puestos en pie, ese nombre cristiano ha vuelto a pronunciarlo la llamada de la Iglesia como labios del Señor. Y ellos han respondido su más importante y vinculante “sí”, con esa expresión que indica que son ellos y que están ahí, abiertos al envío que Dios les proponga: “presente”, es lo que dirán en voz alta como respuesta a la llamada del Señor en medio de su Pueblo.
Tal vez como aquellos discípulos, pueden haber sentido la tentación en estos días previos con no pocos temores, alguna incertidumbre, el lógico respeto que siempre se experimenta ante algo verdadero que pide de nosotros lo mejor ante lo más grande. Ellos no se harán una idea propiamente dicha de cómo serán las cosas, qué encontrarán en su primer destino y en los que luego poco a poco se sucederán. Al igual que quienes se prometen fidelidad para siempre en sus esponsales, también estos cinco presbíteros y este diácono dirán por amor y con amor a Jesucristo en su Iglesia, el sí anticipadamente a que las cosas sucedan. Es como una hoja en blanco que ofrecerán al Señor, firmándola firmemente con la tinta de su libertad y el pulso de su confianza abandonada en Dios.
Si el saludo pascual de Jesús para con aquellos discípulos asustadizos y asustados fue el que tantas veces repitió: “no tengáis miedo”, es el que en esa tarde quisiera saber decirles también yo. Que no tengan miedo. Sin que esto se base en que van con prepotencia sobrada, o que alguien distinto al Señor que los llama les ha garantizado su incombustible aval.
Anticiparse con el sí a una historia todavía no escrita, supondría una temeridad rayana en la irresponsabilidad, salvo que se tenga la certeza indomable de quien ha entendido cuál es el lenguaje y las leyes del verdadero amor. Salud o enfermedad, penas o alegrías, soledad aislante o fraterna compañía, comprensión gratificante o incomprensión herida, sueños cumplidos o sobresaltos de pesadillas, acertar pronto y bien en la tarea o ver que se hace costoso el aprendizaje… ¡Cuántas cosas les esperan, a estos queridos y jóvenes hermanos! ¡Cuántas en todos los sentidos! Y por eso les digo lo que a todos nos ha dicho el Señor nuestro Maestro: no tengáis miedo.
Él pondrá en sus labios una Palabra que no cabe en la boca. Y en sus manos una Gracia que no podrán abarcar. Pero de esa Palabra deberán ser los oyentes primeros antes de pronunciarla a los otros. Y de esa Gracia tendrán que ser los primeros mendigos antes de repartirla a los hermanos. Sólo así comprenderán que el Mensaje es Jesús, y ellos sus humildes mensajeros; que la Luz la enciende Él, aunque sea su vida la que hace de candelero; y que la Vida no se agota en su entrega, aunque el Señor a través de ellos dé paz, otorgue perdones y regale alegrías. Nosotros rezaremos por ellos, y ellos que con sus manos ungidas, nos bendigan.
+ Jesús Sanz Montes O. F. M.
Arzobispo de Oviedo
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