Viajan en coche de segunda mano, ofician para uno o dos feligreses -a veces para ninguno-, atienden hasta diecisiete parroquias y cada vez son menos
(El Comercio) En la iglesia de San Roque de Porciles, los días de lluvia, las goteras le hacen de coro a don Gonzalo mientras celebra misa. A Cándida, Maruja y Encarnación, vecinas del lugar, se les ha unido hoy Covadonga, de Lavadoira, y para dos pueblos que suman un total de trece almas -algunas recluidas por motivos de salud y de edad en sus casas-, la asistencia al oficio en esta tarde de galerna se puede considerar numerosa. El sacerdote, que ejerció su labor pastoral en Ibias antes de tener a su cargo esta parroquia con otras quince repartidas entre Allande y Tineo, recuerda bien las muchas ocasiones en que hubo de oficiar la eucaristía ante uno o dos feligreses, incluso a solas con el Señor.
A la luz de las velas -no hay instalación eléctrica-, el cura repite en su homilía una reflexión que previamente había compartido con nosotros: «Si la Iglesia fuera una empresa, hace tiempo que habría cerrado cientos de sucursales por falta de rentabilidad. Gracias a Dios, no lo somos y por eso estamos hoy dando testimonio de su palabra, recordando que en un mundo como el rural, en el que todo se desmorona, la Iglesia sigue aquí».
Después de haber ejercido durante décadas en poblaciones urbanas con miles de habitantes, este madrileño que llegó al occidente de Asturias hace dos años proveniente de la Diócesis de Toledo, sabe que llevar a la práctica ese cometido de estar presente en todas sus actuales parroquias no es fácil. Bromea sobre el estado de los neumáticos de su coche de segunda mano: «Y eso que en el colegio me enseñaron que en el norte el clima es duro y la población, dispersa». Por eso a veces debe aplicar formas alternativas de cercanía. Y en Porciles, antes de iniciar la misa, les pregunta a sus cuatro fieles por quién quieren celebrarla. La petición es unánime a favor de Santa Bárbara y así la atiende el sacerdote, aunque hoy sea San Norberto. Al final, cuando esperamos escuchar el 'Podéis ir en paz', lanza una nueva consulta a sus feligresas: «¿Cuándo queréis que vuelva?»
Gonzalo Mazarrasa devuelve el cáliz a su «kit de parroquia rural» -como lo llama con humor- y apagando las velas del altar apunta que «se dice que los curas cada vez somos menos, pero gente en estas zonas aún menos. El año en que llegué a Allande, en todo el concejo habían nacido cinco niños». Sepelios, funerales o visitas a enfermos son los servicios más demandados en una de las zonas de Asturias que más han sufrido el drama de la despoblación. «Algunas veces, les digo a los feligreses: 'El día que yo falte, os va a venir a enterrar el alcalde'. Se ríen, pero esa sería la realidad».
En Folgueras, los bautizos tampoco son el sacramento más habitual que debe administrar Juan Luis Monzón. «Entre compañeros, a veces comentamos en broma que ya casi se nos olvidó cómo hacerlo», admite este sacerdote peruano a cargo de diez parroquias de Villayón y Coaña.
Allí, las cifras de envejecimiento de la población son similares a las de otras zonas rurales del occidente asturiano, pero menores que en las feligresías del interior, y cita con orgullo los catorce niños que el año pasado tomaron la comunión en esa iglesia de Santiago. Fue una excepción, el equivalente a un año de buena cosecha. Desde que llegó hace una década a Villayón, se ha acostumbrado a realizar una catequesis itinerante por pueblos donde solo hay tres o cuatro niños. «No veo posibilidad de concentrarlos, porque aquí la gente tiene un gran apego a su parroquia»
En la sacristía, la hoja mensual del Arciprestazgo de Villaoril -al que pertenece la zona- coincide en su editorial con las apreciaciones que oímos a don Gonzalo en Porciles: «Allí donde ya no hay maestro, médico ni farmacéutico, la comunidad creyente es el único agente social en esas pedanías».
Don Juan Luis añade al abandono de los pueblos otro abandono que cree no menos importante, el de la práctica religiosa, por eso explica que, más de una vez, cuando los fieles de una de sus parroquias le piden disculpas por ser pocos, les dice: «Ustedes no tienen la culpa de que otros no vengan. Y la eucaristía no es cuestión de cantidad. Yo soy feliz celebrándola aunque sea ante dos personas, porque es la certeza de que en un pueblo aún hay fe».
En el otro extremo de Asturias, Pedro Fernández, a sus ochenta años cumplidos, ejerce su ministerio con la misma energía e ilusión que cuando hace casi un cuarto de siglo se ofreció al entonces arzobispo Merchán para volver como párroco a su Arenas natal. «Dicen que el rebecu tira a donde se crió», evoca ahora. Del Cabrales de campesinos y pastores de su infancia, apenas queda nada. En estas más de dos décadas, el cura de las trece parroquias del concejo -más la de Tresviso- ha sido testigo de dos fenómenos aparentemente contradictorios: el abandono de los pueblos y el auge del turismo. A esta actividad y al queso que ha dado fama mundial a esta tierra atribuye el sacerdote que aún siga pudiendo celebrar bautizos y comuniones: «Este año, en Santa María de Llas, nueve niños», anuncia con orgullo, aunque como su compañero de Folgueras reconoce que «la práctica religiosa ha decrecido».
Sus esfuerzos pastorales van encaminados prioritariamente a las generaciones más jóvenes: «Quiero concentrar en la catequesis a los niños de todas las parroquias para que no socialicen solo en la escuela, sino también como creyentes, y reunirme con sus padres para que la primera comunión no sea la última», explica. Su diagnóstico y su receta, los tiene claros: «La gente sigue teniendo fe. Lo ves en los funerales, en las fiestas. Aspiro a que esa fe heredada por tradición la ganen ahora por convicción y formación».
A José Antonio López, cura de Campomanes, en Lena, con diecisiete parroquias que atender y en el mismo destino en el que lleva desde 1977 -su concejo natal-, con estancias periódicas en Burundi y Guinea, le sale del alma toda su ironía de paisano de la cuenca cuando se le pregunta dónde es más duro predicar, si en tierras africanas o en los valles mineros: «Aquí, hombre. ¡No te fai casu ni Dios!».
Con la misma espontaneidad, sonríe a la sola mención de la palabra bautizo: «No es que no haya críos, es que ya no hay ni chigres. Y son la vida de un pueblu. Cuando llego a un sitiu donde no hay chigre, pienso: 'Aquí deben tar toos endemoniaos'». Está a punto de salir para la novena del santuario de Bendueños y espera con ilusión la fiesta, hoy, en honor de la patrona del concejo.
El sacerdote lenense durante años ejerció su ministerio ayudando a los vecinos a llevar carreteras o traídas de agua a lugares donde no llegaban y ahora, con la misma vocación, sigue empeñado en que la vida no abandone las aldeas de los valles de Pajares y el Huerna. Aprovechando que el Camino de El Salvador pasa por allí, ha habilitado un albergue parroquial en Bendueños e intenta potenciar las fiestas patronales. «Es algo que aprendí en Guinea. Allí la gente pasa el año preparando sus fiestas. Son importantes porque unen. Y lo veo aquí también: ese día vuelven todos los vecinos. Es un encuentro y un recuerdo de todos los que marcharon». Sus planes pasan por seguir manteniendo cada día la llama viva de sus parroquias aunque le gustaría volver a Guinea («mi segunda patria»), algo improbable ante la falta de un cura que lo pueda sustituir entretanto. «Así que vamos tirando», resume con sencillez. No es poca cosa en un mundo donde avanza el abandono.
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