Fue el pasado día de Nochebuena. Visité la cárcel de Villabona y pasé unas horas con aquellos internos en una fecha especialmente señalada. Celebramos la Misa en la capilla del centro penitenciario. Allí hay 1200 historias duras y endurecedoras, que tienen un pasado tremendo en tantos casos, del que mil veces se habrán arrepentido una vez sucedidos los hechos. Pero tantos de ellos no viven como rehenes de un pasado triste y maldito, sino que tratan de asomarse como pueden y saben a un futuro sencillamente distinto. Entre ellos, trabajan también los capellanes y las personas voluntarias que desde una identidad cristiana y eclesial llevan adelante la impagable labor de la pastoral penitenciaria, y que les agradezco muy de corazón.
En aquellas misas que celebré con ellos en Nochebuena no había columnas góticas que sostuviesen un templo bello, ni vidrieras que nos dejasen escuchar en sus colores el mensaje que el sol susurra cuando las abraza. No había música barroca con una schola cantorum bien ensayada. Era sólo una comunidad humana, familia prestada, que tenía en su rostro la marca del dolor y el miedo de la desesperanza. En medio de ese paisaje… hubo villancicos. Y muchas lágrimas en todos, especialmente en las chicas todavía bien jóvenes, madres primerizas algunas de ellas. Era un escenario entre galerías enrejadas y puertas sin cerradura que se abren a distancia. Era ni más ni menos que la cárcel. Para mí fue un regalo tan conmovedor como inmerecido, y traté con gestos y palabras de ser también yo un regalo para todos ellos, cuando pasé el día 24 de diciembre con los presos y presas de Villabona.
Detrás de aquellos ojos tan llenos de lágrimas, había una súplica o un grito, una plegaria que de mil modos elevaban rezando al pequeño Dios hecho hombre nacido de María. Y junto al llanto sincero cargado de arrepentimiento en tantos casos, el deseo de una verdadera nueva oportunidad para reconstruir sus biografías. La Navidad tiene ese carácter pacificador, poniendo un bálsamo de esperanza en las vidas más rotas por dentro y por fuera, encendiendo una luz que ningún huracán podrá jamás apagar y reconociendo en el abrazo fraterno de alguien que se acerca el abrazo de Dios que vino a rescatarnos con la gracia que nos redime y nos salva.
Pude ver una familia con mil jirones afectivos y tantas piltrafas humanas, pero que supieron asomarse por unas horas a una esperanza que se correspondía con el anhelo de sus corazones como una certeza que de ninguna manera engaña. Tengo grabados sus ojos cuando se bebían mis palabras en la homilía cercana y tierna con la que quise compartirles la misericordia de Dios que en estos días navideños se nos narra con un mensaje entrañable: nos habla de Dios al describirnos a nosotros, y nos asoma a nosotros diciéndonos cómo es Dios. Ese cruce de noticias buenas, que nos dibujan la belleza de Dios pintando también la nuestra, tiene unos rasgos especiales y comunes: se nos habla de la relación, de cómo Dios y nuestra vida tienen compartida la misma entraña, la de ser comunión de amor, la de ser precisamente familia.
Dios no es un dios solitario, que se aburre en su sillón de nubes pescando con un mando a distancia algo en lo que entretenerse sin más. Dios es un Dios comunión, relación amorosa de tres Personas que se quieren y nos han creado para sentarnos a su mesa eterna en una familia verdadera que no termina. Esto lo oyeron también en Villabona. Para que su llanto no fuera amargo por lo mucho que han perdido, sino dulce también por lo que les aguarda. Es Navidad. Bendita familia de Dios.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario