«Lumen requirunt lumine». Esta sugerente expresión de un himno
litúrgico de la Epifanía se refiere a la experiencia de los Magos: siguiendo
una luz, buscan la Luz. La estrella que aparece en el cielo
enciende en su mente y en su corazón una luz que los lleva a buscar la gran Luz
de Cristo. Los Magos siguen fielmente aquella luz que los ilumina interiormente
y encuentran al Señor.
En este recorrido que hacen los Magos de Oriente está simbolizado el destino
de todo hombre: nuestra vida es un camino, iluminados por luces que nos permiten
entrever el sendero, hasta encontrar la plenitud de la verdad y del amor, que
nosotros cristianos reconocemos en Jesús, Luz del mundo. Y todo hombre, como los
Magos, tiene a disposición dos grandes “libros” de los que sacar los signos para
orientarse en su peregrinación: el libro de la creación y el libro de las
Sagradas Escrituras. Lo importante es estar atentos, vigilantes, escuchar a Dios
que nos habla, siempre nos habla. Como dice el Salmo, refiriéndose a la Ley del
Señor: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, / luz en mi sendero» (Sal
119,105). Sobre todo, escuchar el Evangelio, leerlo, meditarlo y convertirlo en
alimento espiritual nos permite encontrar a Jesús vivo, hacer experiencia de Él
y de su amor.
En la primera Lectura resuena, por boca del profeta Isaías, el llamado de
Dios a Jerusalén: «¡Levántate, brilla!» (60,1). Jerusalén está llamada a ser la
ciudad de la luz, que refleja en el mundo la luz de Dios y ayuda a los hombres a
seguir sus caminos. Ésta es la vocación y la misión del Pueblo de Dios en el
mundo. Pero Jerusalén puede desatender esta llamada del Señor. Nos dice el
Evangelio que los Magos, cuando llegaron a Jerusalén, de momento perdieron de
vista la estrella. No la veían. En especial, su luz falta en el palacio del rey
Herodes: aquella mansión es tenebrosa, en ella reinan la oscuridad, la
desconfianza, el miedo, la envidia. De hecho, Herodes se muestra receloso e
inquieto por el nacimiento de un frágil Niño, al que ve como un rival. En
realidad, Jesús no ha venido a derrocarlo a él, ridículo fantoche, sino al
Príncipe de este mundo. Sin embargo, el rey y sus consejeros sienten que el
entramado de su poder se resquebraja, temen que cambien las reglas de juego, que
las apariencias queden desenmascaradas. Todo un mundo edificado sobre el poder,
el prestigio, el tener, la corrupción, entra en crisis por un Niño. Y Herodes
llega incluso a matar a los niños: «Tú matas el cuerpo de los niños, porque el
temor te ha matado a ti el corazón» - escribe san Quodvultdeus (Sermón 2
sobre el Símbolo: PL 40, 655). Es así: tenía temor, y por este temor
pierde el juicio.
Los Magos consiguieron superar aquel momento crítico de oscuridad en el
palacio de Herodes, porque creyeron en las Escrituras, en la palabra de los
profetas que señalaba Belén como el lugar donde había de nacer el Mesías. Así
escaparon al letargo de la noche del mundo, reemprendieron su camino y de pronto
vieron nuevamente la estrella, y el Evangelio dice que se llenaron de «inmensa
alegría» (Mt 2,10). Esa estrella que no se veía en la oscuridad de la
mundanidad de aquel palacio.
Un aspecto de la luz que nos guía en el camino de la fe es también la santa
“astucia”. Es también una virtud, la santa “astucia”. Se trata de esa sagacidad
espiritual que nos permite reconocer los peligros y evitarlos. Los Magos
supieron usar esta luz de “astucia” cuando, de regreso a su tierra, decidieron
no pasar por el palacio tenebroso de Herodes, sino marchar por otro camino.
Estos sabios venidos de Oriente nos enseñan a no caer en las asechanzas de las
tinieblas y a defendernos de la oscuridad que pretende cubrir nuestra vida.
Ellos, con esta santa “astucia”, han protegido la fe. Y también nosotros debemos
proteger la fe. Protegerla de esa oscuridad. Esa oscuridad que a menudo se
disfraza incluso de luz. Porque el demonio, dice san Pablo, muchas veces se
viste de ángel de luz. Y entonces es necesaria la santa “astucia”, para proteger
la fe, protegerla de los cantos de las sirenas, que te dicen: «Mira, hoy debemos
hacer esto, aquello…» Pero la fe es una gracia, es un don. Y a nosotros nos
corresponde protegerla con la santa “astucia”, con la oración, con el amor, con
la caridad. Es necesario acoger en nuestro corazón la luz de Dios y, al mismo
tiempo, practicar aquella astucia espiritual que sabe armonizar la sencillez con
la sagacidad, como Jesús pide a sus discípulos: «Sean sagaces como serpientes y
simples como palomas» (Mt 10,16).
En esta fiesta de la Epifanía, que nos recuerda la manifestación de Jesús a
la humanidad en el rostro de un Niño, sintamos cerca a los Magos, como sabios
compañeros de camino. Su ejemplo nos anima a levantar los ojos a la estrella y a
seguir los grandes deseos de nuestro corazón. Nos enseñan a no contentarnos con
una vida mediocre, de “poco calado”, sino a dejarnos fascinar siempre por la
bondad, la verdad, la belleza… por Dios, que es todo eso en modo siempre mayor.
Y nos enseñan a no dejarnos engañar por las apariencias, por aquello que para el
mundo es grande, sabio, poderoso. No nos podemos quedar ahí. Es necesario
proteger la fe. Es muy importante en este tiempo: proteger la fe. Tenemos que ir
más allá, más allá de la oscuridad, más allá de la atracción de las sirenas, más
allá de la mundanidad, más allá de tantas modernidades que existen hoy, ir hacia
Belén, allí donde en la sencillez de una casa de la periferia, entre una mamá y
un papá llenos de amor y de fe, resplandece el Sol que nace de lo alto, el Rey
del universo. A ejemplo de los Magos, con nuestras pequeñas luces busquemos la
Luz y protejamos la fe. Así sea.
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