Comenzamos el curso. Es siempre el pistoletazo de salida en una aventura que nos conmueve por lo que supone de esperanza. Contaremos este año con treinta seminaristas que se preparan en nuestro Instituto Superior de Estudios Teológicos, vinculado a la Universidad Pontificia de Salamanca. Propiamente diocesanos son 26 chavales, y los cuatro restantes pertenecen: dos a la Diócesis de Santander que estudiarán con nosotros de momento, y otros dos a la comunidad Unión Lumen Dei.
La Palabra de Dios que elegimos para comenzar nuestro curso fue un texto precioso del libro de la Sabiduría (Sab 6, 12-20). Podemos leer toda la filigrana de sabiduría bíblica que de modo especial subrayan los libros sapienciales con sus versos, sus proverbios, sus canciones, sus sentencias y requiebros. Pero estará presente en el mensaje profético, en los lances históricos, y especialmente en la sabiduría hecha carne en la palabra y los gestos de Jesucristo. Un centro de estudios teológicos tiene que ver con esta trayectoria, porque la verdadera teología, así como la filosofía que nos abre a la pregunta que encuentra en la Revelación la respuesta, son una escuela de sabiduría.
Vivimos en un mundo complejo que se ha distanciado de la sabiduría precisamente por mirar mundanamente la realidad. De ahí surge una mirada violenta como vemos que por doquier se zanja en tantas guerras en curso. Una mirada también insolidaria porque no ve al otro como un hermano sino como un enemigo al que abatir excluyéndolo y destruyéndolo de tantos modos. Una mirada falaz nutrida por la mentira que engaña en todo para obtener pretenciosamente los torticeros objetivos. El resultado es este paisaje aterrador en donde pocos tienen confianza en los demás hasta el punto de tejer unas relaciones en las que casi nadie se fía de nadie, se experimenta el miedo ante una incertidumbre corrosiva y vulnerable.
Bien distinto es mirar las cosas desde los ojos de Dios Pero frente a este horizonte de profunda melancolía inútil, hay algo irreductible en el corazón humano que no se resigna a la frivolidad, a la banalidad y al sin sentido, porque hemos sido creados para algo grande, único e irrepetible. Por eso el Evangelio nos recuerda que Jesús ha revelado su secreto: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). Este secreto de Jesús no deja de ser nuestro propio secreto cuando el hombre descubre que su destino al que anhela, coincide con la propuesta que Dios mismo le hace cuando le llama a la existencia: hay una correspondencia entre mi propia vida con todas sus exigencias y lo que el Señor me indica como camino. Esta correspondencia es lo que marca nuestro destino, a pesar de nuestras torpezas, nuestras lentitudes o nuestros eventuales extravíos. Y esta correspondencia es la que nos hace sabios, cuando abrazamos lo que Dios quiere de nuestra vida diciendo sí a lo que nos ha propuesto como camino vocacional. Así ha sido en María, la mujer que se fio de Dios diciendo el “fiat” de su sí a lo que de suyo le desbordaba. Así ha sido en los santos que en el mundo han sido.
El dato antropológico que nos empuja a preguntarnos por nuestro misterio humano y la historia del pensamiento en la que los hombres han dado sus respuestas, se topan todas ellas con un Dios encontradizo que en la Revelación nos muestra la clave de nuestros enigmas, y de ahí nacerá la teología que sistemáticamente ordena nuestra cosmovisión cristiana, nuestra conducta moral, nuestra celebración litúrgica, nuestra pasión misionera, nuestro testimonio humilde pero audaz. Ponemos a estos 30 jóvenes ante la Santina, mientras pedimos la gracia de ser con ellos sabios con la Sabiduría de Dios y de los santos.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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