Era largo el pasillo azul. Su temperatura tal vez excesivamente baja para la poca ropa que llevaba en la camilla. En seguida apareció la puerta del quirófano y todos los facultativos que me recibieron con una sonrisa y sus ojos asomados a la curiosidad infrecuente de tener que operar quirúrgicamente a un arzobispo. Así estábamos, en esa guisa una vez más como la anterior ocasión en que me vi de esa manera.
La agenda, de nuevo, vio saltar por los aires las citas, las reuniones, los viajes, los quehaceres y celebraciones que a diario desbordan los renglones de un dietario episcopal. Todo quedaba pospuesto, todo era menos importante, todo cedía el paso ante el imperativo impuesto de una urgente intervención. Y, entonces absolutamente todo se vuelve a colocar en el rango de tus intereses y urgencias en el puesto que les corresponde. Las cosas verdaderamente importantes e indeclinables, son realmente muy pocas. Y cuanto palpita en tu corazón con el verdadero latido de lo que amas de veras, parece que se purifica y viene a aligerar el equipaje de tus afectos, de tus proyectos, de tus recuerdos y tus presentes. De pronto te pasa veloz todo un pasado tejido de nombres, fechas y circunstancias, pero no hace mella el chantaje con el que a veces los malos hados te acorralan con lo que no tiene vuelta atrás. O el futuro se cuela también, sin que los nubarrones puedan asustarte por más que pudieran ser grises los horizontes de tus cuatro puntos cardinales. Porque tienes un presente sencillo, irrefutable, imposible de evitar, que bajo los focos de un quirófano vuelve a poner en tu vida todo en orden por su auténtica precedencia en lo que piensas, en lo que sientes, en lo que amas y en lo que crees.
Yo sentía que todo esto se me agolpaba como en una saludable lección que el buen Dios me daba de nuevo, sin cita previa y sin anestesia pactada: lo importante, lo urgente, lo imprescindible son muy pocas cosas, muy pocos nombres, muy pocos “pocos”... para poder aprender la entraña que la vida enseña en determinados tramos de tu camino sinuoso con los altibajos agridulces que a diario ven desfilar tus propios ojos. Hay un cambio importante cuando en lugar de ver girar tantas cosas en torno a tus criterios, a tus decisiones, a tu modo de arrimar pareceres sobre cuestiones muy variadas, de pronto ves que no eres tú el centro de la vida, especialmente cuando Alguien sabio te coloca en tu lugar para que aprendas a valorar y a agradecer lo único precioso y necesario, haciéndote doctrino improvisado en un quirófano de hospital.
No puedo por menos que agradecer a tanta gente de una bondad inmensa que me ha mostrado su cercanía de mil modos con todo su afecto y sus oraciones. El despliegue ha sido conmovedor. Así como todo el personal sanitario y de servicios diversos en el Centro Médico de Oviedo, empezando por el doctor cirujano y la doctora anestesista con todo el equipo quirúrgico de grandísima profesionalidad, junto a las enfermeras y auxiliares que me han atendido después en la planta. A todos sólo puedo expresar con sencillez mi enorme gratitud, como al capellán, a mi familia y a los sacerdotes y amigos que han estado a mi lado en la cabecera de la cama.
Ojalá que haya aprendido la lección en este curso intensivo, y que tanto Dios como los hermanos que me han sido confiados, así como las cosas que ellos ponen en mis manos, puedan tener el tacto y la importancia que nada ni nadie les debe arrebatar. Es hermoso hacer esta experiencia con paz y serena esperanza, porque experimentas una libertad que te hace auténtico y una verdad que te hace libre. Esta es la lección de este pequeño doctrino que se atreve a ser sorprendido por un Maestro que nunca aburre ni defrauda. Él sea bendito junto a nuestra Madre la Santina, tan presente en esta ocasión y que me cuida como nunca he merecido pero que pido que no cese su entrega maternal.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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