Pasan inexorables los días y no tiene la vida un botón de pausa que nos permita detener el tiempo, tomar el resuello que a veces nos reclama nuestra acelerada prisa y lograr pensar sin condicionantes, valorar despacio, aprender de los errores y saborear con humildad los aciertos. Pero no, la vida nos somete a ese trajín que sólo raras veces nos chista algún acontecimiento extraordinario para avisarnos quedamente. Lo hemos visto estos días atrás con la focalización mediática en torno a la muerte de la reina Isabel II de Inglaterra. De pronto, parecía que todo entraba en un letargo posponiéndolo todo, como si casi todo fuera menos importante, al emerger lo que protagoniza el momento con su hegemonía imponente.
Es la experiencia que tantas veces hemos hecho cada uno de nosotros ante algo que sucede con su verdadero peso: la superación o el fracaso ante una enfermedad, el nacimiento o la muerte de alguien cercano, la losa de un disgusto que aplana cualquier sueño o el brindis por un gozo que nos dilata la esperanza. A diario nos suelen secuestrar cosas que, no teniendo la importancia que les damos, sin embargo, se quedan con nuestro tiempo incontable, nos roban las sonrisas más propias y nos imponen el duelo de nuestro llanto. Pero, no por sabido, dejan esas cosas de volver a intentarlo, y hasta de conseguirlo, diariamente, como si fuésemos incautos doctrinos que nunca aprenden. De esta pasta estamos hechos.
Quiero tomar prestado un breve texto del recientemente fallecido Javier Marías, nuestro excelente novelista, en lo que decía al comienzo de su novela “Los enamoramientos”. La protagonista relata cómo tenía necesidad de asomarse a un hombre y una mujer cada día, que con discreción y a hurtadillas los observaba con un rito que le permitía empezar la jornada de otra manera. Así dice el relato: “...yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para tener la oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él –no se me malentienda– sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me daban contento, antes de empezar la jornada. Se convirtieron casi en una obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y sosiego. Quizás en una superstición, aunque tampoco: no es que yo creyera que me iba a ir mal el día si no compartía con ellos el desayuno, quiero decir a distancia; era sólo que lo iniciaba con el ánimo más bajo o con menos optimismo sin la visión que me ofrecían a diario, y que era la del mundo en orden, o si se prefiere en armonía”.
Es precioso este apunte, tan bien narrado literariamente, como una necesidad de que a diario suceda lo mismo, pero que cada día se reestrena llenando de sentido cada pálpito y latido, poniendo los colores y las formas a cada instante, y evitando así que el camino cotidiano se torne tan aburrido y cansino, que se vuelve irrespirable y mediocre. Sin duda que necesitamos precisamente que suceda lo que a diario nos renueve, como en un inmarcesible enamoramiento que no caduca ni fenece, sino que continuamente vuelve a resurgir de su recuerdo y hacerse nuevo en cada presente. Porque, de lo contrario se nos convierte la vida en una carga pesada que nos agolpa con su nada tronchando las ganas y oscureciendo las miradas. Tenemos una inmensa nostalgia de que nos acontezca lo que llena de luz y de gracia nuestra vida, esas que levantan nuestros ojos hacia el horizonte que coincide con el destino para el que nacimos. No es una nostalgia que nos hace melancólicos por querer asirnos a lo que ya no alcanzamos, sino más bien una nostalgia que nos hace audaces para no renunciar jamás al abrazo que nos permita estrechar lo que nos hace sabios, felices, bondadosos y verdaderos. ¡Quién pudiera tener cada día ese ventanal donde otear a quien encontrándolo a diario lo podamos abrazar con gratitud sabiéndonos por él ganados y salvados! Nostalgia de mañana.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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