lunes, 30 de diciembre de 2024

Homilía del Sr. Arzobispo de Oviedo con motivo de la apertura del Año Jubilar en Oviedo

En todas las catedrales del mundo hoy tiene lugar una peregrinación que nos empuja a asomarnos a la esperanza. Somos peregrinos de una esperanza que no defrauda, que se cumple, que se corresponde con la espera que palpita en nuestro corazón. También nosotros los cristianos de Asturias, hemos hecho ese recorrido simbólico para entrar en esta iglesia madre de nuestra Archidiócesis ovetense. El peregrino es quien se sabe viandante de una meta que no ha fijado él, sino que le ha sido regalada como su más verdadero destino, ese que coincide con la felicidad más bienaventurada, la dicha ensoñada que tendrá cumplimiento. Ahí se fundamentan los motivos de nuestra esperanza: en una promesa que se nos ha hecho y que se nos regala como camino peregrino para llegar a la meta.

Pero no es una cuestión de piadosa agenda, sino que responde a un acontecimiento que cada 25 años celebramos los cristianos del mundo entero como remembranza de lo que hace unos días festejábamos en el día de Navidad: que Dios se ha hecho hombre sin dejar de ser Dios. Termina el año que tantas cosas nos ha traído con su acostumbrada claroscura y agridulce ventura que siempre nos sorprende, nos alegra o nos arruga. Así se escriben los años de nuestros siglos humanos sin solución de continuidad ni amago de control. Y mientras nos disponemos a pasar página en el almanaque de este complicado año 2024, tenemos una cita postrera que se torna en un comienzo de esperanza.

En definitiva, siempre seremos peregrinos de algo hermoso y bondadoso que continuamente está por llegar. Somos peregrinos de la esperanza cierta que jamás nos defrauda. El papa Francisco en la pasada nochebuena abrió una puerta en la basílica de san Pedro del Vaticano y otra simbólica en la cárcel de Rebibbia (Roma). Nosotros solamente nos adentramos en la basílica de la iglesia madre de la diócesis, la catedral, para escenificar también que somos peregrinos de la paz y de la gracia que con demasiada frecuencia nos secuestran las muchas intemperies.

Decía con atino el papa la nochebuena pasada en la apertura de la puerta santa de este año jubilar lo que puede ser el significado de esta experiencia que haremos todos los católicos al llegar el número redondo de los 2025 años del nacimiento de Jesús, celebrando por este motivo un año santo: «Viendo cómo a menudo nos acomodamos a este mundo, adaptándonos a su mentalidad, un buen sacerdote escritor, rezaba en la santa Navidad de esta manera: “Señor, te pido algún tormento, alguna inquietud, algún remordimiento. En Navidad quisiera encontrarme insatisfecho. Contento, pero también insatisfecho. Contento por lo que haces Tú, insatisfecho por mi falta de respuestas. Quítanos, por favor, nuestras falsas seguridades, y coloca dentro de nuestro ‘pesebre’, siempre demasiado lleno, un puñado de espinas. Pon en nuestra alma el deseo de algo más” (cf. A. Pronzato, La novena de Navidad). El deseo de algo más. No quedarnos quietos. No olvidemos que el agua estancada es la que primero se corrompe.

La esperanza cristiana es precisamente ese “algo más” que nos impulsa a movernos “rápidamente”. A nosotros, discípulos del Señor, se nos pide, en efecto, que hallemos en Él nuestra mayor esperanza, para luego llevarla sin tardanza, como peregrinos de luz en las tinieblas del mundo. Este es el Jubileo, este es el tiempo de la esperanza. Este nos invita a redescubrir la alegría del encuentro con el Señor, nos llama a la renovación espiritual y nos compromete en la transformación del mundo, para que este llegue a ser realmente un tiempo jubilar… Todos nosotros tenemos el don y la tarea de llevar esperanza allí donde se ha perdido; allí donde la vida está herida, en las expectativas traicionadas, en los sueños rotos, en los fracasos que destrozan el corazón; en el cansancio de quien no puede más, en la soledad amarga de quien se siente derrotado, en el sufrimiento que devasta el alma; en los días largos y vacíos de los presos, en las habitaciones estrechas y frías de los pobres, en los lugares profanados por la guerra y la violencia. Llevar esperanza allí, sembrar esperanza allí. El Jubileo se abre para que a todos les sea dada la esperanza, la esperanza del Evangelio, la esperanza del amor, la esperanza del perdón».

En este domingo durante la octava de Navidad, la Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Estamos en el corazón de este tiempo particularmente hermoso y tierno por el misterio que nos convoca y envuelve en torno al nacimiento de Jesús. Pero no pocas explicaciones de estos días tan entrañables, se reducen al noble pretexto de estar juntos en familia, como si la Navidad fuera simplemente eso: una fiesta de familia con todos los ritos y costumbres ancestrales que hemos ido heredando y manteniendo con el paso de los años. Por supuesto, también tiene ese carácter familiar este tiempo navideño, pero no es lo primero que celebramos ni tampoco lo que legitima la gran tradición que en estas fechas estamos festejando. No obstante, si de familia se trata, podemos decir que la hay a modo de gran escenario en el que poder colocar con piedad y respeto nuestra familia particular: la Sagrada Familia que en Belén se nos manifiesta con el Niño recién nacido y en Nazaret la vemos crecer como un hogar primordialmente cristiano. Por eso, dentro de la Navidad, se nos presenta esta fiesta de la Sagrada Familia para iluminar lo que en estos días vivimos también como familia cristiana.

Hemos de decir que nosotros nos hemos habituado a celebrar estas fiestas navideñas, sin las cuales diciembre quedaría gravemente alterado, como algo que damos por supuesto llegando las calendas de cada fin de año. Después de tantos siglos, en los que se han ido acumulando tradiciones y costumbres en torno al Portal de Belén, nos parece -y con razón- que estamos justamente ante unas fechas extraordinarias en nuestro almanaque terrenal.

Queremos sacudirnos el sopor y agobio que frecuentemente nos rodea. Siquiera en unas horas, en unos días, vivir asomados a lo extraordinario: las calles se engalanan, las músicas toman aire de villancico, hay comidas especiales, familias reunidas, rencores olvidados. Es en verdad un tiempo único en el que parece que lo más complejo y enrevesado se hace sencillo y rectilíneo. Pero todo esto que nosotros vivimos así, no siempre fue así. De hecho, hace dos mil navidades, cuando Dios quiso hacerse uno de nosotros, cuando vino a reír en nuestros gozos y a llorar en nuestros llantos, su gesto de encarnarse no tuvo este acompañamiento festivo, sino tan discretamente sencillo que casi parecía vulgar. Dios vino a nuestro ordinario vivir para hacerlo extraordinario.

La familia es algo que Dios nos ha enseñado a valorar y a cuidar como un verdadero regalo. Ya el libro del Eclesiástico que hemos escuchado en la primera lectura, pone a los hijos ante los padres con una actitud de profundo respeto: «El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha» (Eclo 3, 3-6).

Pero no era un consejo añejo para las gentes del viejo Israel, sino que también la comunidad cristiana ha sabido igualmente valorar y educar el debido respeto que merece la familia donde hay un padre y esposo, una madre y esposa, y unos hijos que son mucho más que unas mascotas. Pablo lo recordará en la carta a los Colosenses tras haber invitado a las actitudes más bellas humanamente hablando como es la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura y la comprensión: «Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos» (Col 3, 12-21). Hay que leer bien el texto de Pablo porque no se presta a una lectura de género tan en boga en nuestros días, con la prepotencia del varón en detrimento de la mujer, sino una suerte de relación en la que la mirada del Señor señala el justo punto de una humana convivencia: como conviene en el Señor, como le gusta al Señor, es el criterio que se aduce.

Este día celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Porque también Dios quiso abrazarnos y dejarse abrazar en algo tan de casa como una familia. Bien pudo Él haberse encarnado en los estamentos del poder, o en los del saber, o en los del tener. Pero no, Jesús no escogió los tronos y los cetros de los que gobernaban, ni los areópagos y foros de los bienpensantes, ni los fastos y multinacionales de los que acumulaban poderes. Jesús, el Dios hecho hombre escogió el hogar, la familia humana que recibe cantando al nuevo ser cuando viene al mundo y lo despide llorando cuando de éste se va, tenga lo que tenga, sepa lo que sepa, pueda lo que pueda.

Dios vino a enseñarnos lo mejor y lo más, y lo hizo desde el asombro humilde de María y José, llamados a acoger y acompañar lo extraordinario de Dios desde lo ordinario de su condición. Hasta el punto de angustiarse cuando el “crío” se pierda en el templo; hasta el punto de no entender su enigmática respuesta de que debía dedicarse a las cosas de su Padre; hasta el punto de ver que luego se somete a su autoridad como si nada; hasta el punto de contemplar cómo crece en sabiduría, estatura y gracia ante Dios y los hombres.

Los cristianos debemos prolongar ese asombro ante la santa Familia de Belén y Nazareth, y hacer de nuestro hogar, de nuestras relaciones cotidianas de trabajo, una parábola de amistad y vecindad, un “Belén viviente” en lo ordinario de nuestro camino. Y aquella paz de entonces, seguirá llenando nuestro mundo, y lo revestirá del amor, la ternura, la luz y la gracia que nos trajo Dios cuando vivo a vivir al gran hogar, a la gran familia de la humanidad por la que Él quiso dar su vida.

Amigos y hermanos, estamos comenzando un año nuevo especialmente bendecido. Tendremos ocasión de recibir la gracia de este año santo jubilar, peregrinando a nuestra catedral, así como a la basílica de la Virgen de Covadonga, y también lo haremos acudiendo a Roma y Asís con la peregrinación diocesana ya en marcha que tendré la gracia de acompañar y presidir, con las indicaciones que ha establecido la Iglesia: revisar nuestra vida cristiana, pedir perdón en el sacramento de la reconciliación, tener un gesto solidario con los pobres a través de nuestros canales de caridad, orar por el Santo Padre, por el obispo, por todos los cristianos cada cual en su vocación, por la paz en el mundo y el cese de todo abuso y violencia. Un año para volver a empezar dando gracias y acogiendo la gracia que nos permite cambiar para bien. Esta es la gracia singular de poder celebrar durante estos doce meses la remembranza de aquella primera Navidad acontecida hace 2025 años, y que sigue naciendo como gracia de esperanza de la que somos peregrinos, si le dejamos hueco en el establo y en el pesebre de nuestro corazón y nuestra familia.

Feliz Navidad cristiana. Feliz año santo jubilar. Que José, María y Jesús os acompañen siempre y os bendigan.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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