Pasan los días en este otoño ceniciento, y el adviento sigue su curso con su historia que poco a poco volvemos a narrar. Este es quizás el óbice: que nos sabemos demasiado la trama. Tanto que, quizás de no escuchar ya su mensaje ha dejado hace tiempo de conmovernos. Llegando estas fechas vemos cómo las gentes van y vienen de aquí para allá. Cada uno embozado en su abrigo y bufanda gustando de la prisa y gastando el desenfado. Por doquier se olfatea un aire de fiesta, como magia esperada cada año al llegar estas calendas. Un ambiente festivo que pone en calles y plazas, en escaparates y hogares, en colegios y parroquias las guirlandas y bolas de color, luces y estrellas en medio de la realidad inhóspita que te impone tantos momentos grises que terminan siendo oscuro azabache. Todo parece conspirar como pidiendo tregua, reclamando una paz fugaz entre tanta desazón guerrera ante un panorama preocupante y peleón.
La lista siempre es ingrata, pero motivos para el hastío los hay a raudales: los años que no tienen vueltas y nos hace a todos un año más viejos; la enfermedad que te postra con las goteras de un achaque pasajero o de una dolencia fatal que te acorrala en el miedo; el paro de quien ha perdido su trabajo en la peor edad y el paro de quien en la flor de la vida no lo ha estrenado todavía; la soledad que te sobrecoge al sentirte incomprendido en el olvido ingrato; la decepción que tiene siglas políticas cuando te defraudan los que creímos que podían hacer algo que no fuera la promesa falsa, la corrupción egoísta y la mentira como gobernanza. Las catástrofes naturales y sus consecuencias varias. ¡Cuánta losa que te quita el aire que respiras y da la impresión que te ahogas abrumado por la imposibilidad de los ensueños y la terquedad de tantas pesadillas! Hace dos mil años y en la actualidad de nuestros días, nos encontramos en un “toma y daca” que nos deja tristes, apagados, asustados y con la incertidumbre del miedo en las entrañas. Ante este panorama, no valen las treguas que sólo ponen entre paréntesis las pruebas y endulzan con mazapán la realidad terca que nos espera a la vuelta de la cuesta de enero. No necesitamos de un alibí como coartada que trampea nuestra humilde esperanza. Lo único de lo que tenemos necesidad es de poner nombre a nuestra espera, ser capaz de amar nuestras preguntas, para que nos suceda nuevamente algo, Alguien, que colme mi espera, responda a mis preguntas, ponga bálsamo en mis heridas todas.
Esto es lo que celebramos los cristianos en estos días de preparación para la Navidad verdadera. Lo hacemos recordando al que vino hace dos mil años en la humildad de nuestra carne, aguardamos al que volverá al fin de los tiempos cuando vuelva en su gloria, mientras reconocemos presente a quien jamás se nos ha ido de nuestro lado. Habrá otros escenarios prenavideños y navideños que tienen que ver con las costumbres de esta época del año, con las campañas comerciales de los que hacen su agosto en diciembre, de los buenos sentimientos que nos permiten entrenar y estrenar perdones varios. Todo esto ayuda y no molesta. Pero el camino cristiano de estos días consiste en preparar los caminos que Dios frecuenta para que allí se vean mis pasos deambular.
El encuentro con Cristo que vino, que volverá y que está a mi lado, es lo que transforma realmente mi vida como el acontecimiento que verdaderamente me cambia: cuando la oscuridad encuentra su luz amanecida, el cansancio deja de acorralarme, y el miedo no me hace rehén de su chantaje. Nos preparamos para esa gracia: para recordar a quien ya vino, para confiar en la espera de quien volverá, mientras con gozo agradecido reconocemos a quien está cerca, en mí, sosteniendo mi esperanza, mi alegría y mi paz.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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