miércoles, 18 de diciembre de 2024

La persecución religiosa como «estrategia». Por Ricardo Ruiz de la Serna

Se ha difundido estos días una noticia que, so pretexto de una investigación histórica, pretende crear el marco de que las matanzas de religiosos durante la II República no estuvieron motivadas por odio, sino que tuvieron un carácter «estratégico».

En realidad, no hace falta ser muy sagaz para detectar que ambas motivaciones son no sólo compatibles, sino complementarias. Para destruir la identidad nacional y edificar otra nueva, era necesario destruir a la Iglesia católica, que a su vez representaba todo lo que las fuerzas políticas del Frente Popular detestaban y, más en general, todo lo que la República pretendía combatir.

Se dirá que la República «burguesa» de 1931 nada tiene que ver con la del Frente Popular de 1936 ni la «sovietizante» de la Guerra Civil. Responderé que, si algo tuvieron en común todos los periodos de la República fue el anticlericalismo -bien desde el gobierno bien desde la oposición- que la misma Constitución de 1931 reflejaba. En este sentido, sin duda había una estrategia: la destrucción de la Iglesia como parte de la demolición de España. Manuel Azaña veía en ella uno de los pilares del nacionalcatolicismo, que denunció en «El jardín de los frailes» (1927), novela inspirada en su periodo de formación en el colegio de los agustinos de El Escorial.

En las Cortes constituyentes de 1931 no se escatimaron medios para debilitar a la Iglesia y expulsarla de la vida pública. Se dispuso que el Estado, las regiones, las provincias y los Municipios, no mantendrían, favorecerían, ni auxiliarían económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas. Se torpedeó a la Compañía de Jesús declarando la disolución de aquellas órdenes religiosas que estatutariamente impusieran, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serían nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes. El listado de «bases» (art. 26 de la Constitución) impuestas a las órdenes religiosas y que se desarrollarían por ley muestra bien a las claras las intenciones de postrar a la Iglesia:

1. Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado.
2. Inscripción de las que deban subsistir, en un Registro especial dependiente del Ministerio de Justicia.
3. Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos.
4. Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza.
5. Sumisión a todas las leyes tributarias del país.
6. Obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la Asociación. Los bienes de las órdenes religiosas podrán ser nacionalizados.

En este sentido, sin duda hubo una estrategia para acabar con la Iglesia. Los primeros pasos se dieron en 1931. No sólo fueron jurídicos, por cierto. La quema de edificios religiosos acompañó a la República desde sus primeros días de vida. Ya declaró Sánchez-Albornoz en «Mi testamento histórico-político» (1975) que «los viejos republicanos eran masones y rabiosamente anticlericales».

Sin embargo, es engañoso pretender que no hubo odio. No se trató de erradicar a la Iglesia como se drena un pantano o se irriga un desierto. No fue sólo una «estrategia» entendida como plan para resolver un problema dado. El odio a la Iglesia se inoculó en la sociedad española a lo largo de más de un siglo -los incendios de 1931 no fueron los primeros- y se alimentó mediante todos los cauces propagandísticos de los que se dispuso desde la prensa de partidos hasta la literatura.

Hubo, en efecto, un camino que condujo a las matanzas de obispos, sacerdotes, monjas, frailes, religiosos y laicos. No fue un arrebato que duró unos meses, sino una campaña sostenida a lo lago de años, pero sin duda existieron acciones organizadas -no sólo espontáneas- y promovidas desde el odio cuya crueldad resulta, de otro modo, inexplicable. El «terror» desatado contra los católicos pudo ser «estratégico», pero su inspiración fue, qué duda cabe, un odio profundo y alimentado durante décadas. Las matanzas de religiosos durante la Revolución de Asturias de 1934, la voladura de la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo, las profanaciones perpetradas en toda España, la brutalidad del modo de matar a los católicos. Creo que quizás el ejemplo más famoso en su espanto es el asesinato de Florentino Asensio Barroso (1877-1936), beato y mártir, torturado, castrado y fusilado, que murió perdonando a sus asesinos. Pretender que no hubo odio, sino que sólo fue «estrategia» resulta a mi juicio erróneo.

En realidad, dudo que haya un error en la elaboración de esa noticia. En la España de nuestros días el lector debe estar dispuesto, como en la literatura de folletín, para las escenas más espeluznantes. Sospecho, más bien, que se ha tomado la investigación como pretexto para crear un marco en el que se legitime la persecución religiosa como una «estrategia» necesaria para salvar la República y exenta de pasiones y resentimiento. De ahí a verla como un mal necesario habría un paso. 

Para el año que viene el gobierno socialista ha anunciado un centenar de actos relacionados con el 50º aniversario de la muerte de Francisco Franco (1892-1975). Lo han llamado Año de la Memoria Democrática. Habrá más reivindicaciones de la II República, del Frente Popular y de los personajes que perpetraron la persecución religiosa. El gobierno necesita, pues, crear un marco que permita seguir reescribiendo la historia. 

Publicado originalmente en El Imparcial 

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