Asturias se ha mostrado una vez más como lugar idóneo para pasar los meses estivales: el clima, el paisaje, las fiestas, el deporte, la gastronomía y la gente. En fin, todo.
En una de las veladas del verano astur, bajo un hórreo, en una pumarada, mientras degustábamos unos blinis revestidos de una preciadísima y sabrosísima sustancia alimentaria, alguien pronunció, como una respuesta al repertorio, allí ampliamente desarrollado por los circunstantes, de los males que asuelan actualmente la convivencia ciudadana, la siguiente sentencia: «La situación de la sociedad es fiel reflejo de la situación de la Iglesia y la sociedad está mal porque la Iglesia está fatal».
Llevo dándole vueltas a este pensamiento desde entonces. Y en el torbellino de ideas, sentimientos, exámenes de conciencia, reproches a mí mismo y auto inculpaciones, la memoria me ha traído al presente aquel verso del escritor estadounidense y anglo-católico Thomas Stearns Eliot (1888-1966) en “Coros de la Roca” (1934) VII: «¿Ha abandonado la Iglesia a la humanidad o ha abandonado la humanidad a la Iglesia?»
En términos absolutos es preciso decir que nunca jamás podrán darse ambas cosas, porque Cristo estará siempre en la Iglesia y en la humanidad. Y, por eso, en donde esté la Iglesia estarán siempre Cristo y la humanidad, y, en donde esté la humanidad, estarán siempre Cristo y la Iglesia. Indisolublemente unidos. Como si fuesen la Santísima Trinidad, en la que, en donde está una de las tres divinas personas están las otras dos. Así también la Iglesia y la humanidad, que son un cuerpo en Cristo: no podrán desmembrarse la una respecto de la otra en modo alguno.
Ahora bien, así como existe una apostasía de los de la Iglesia, que es la que tratan de llevar a efecto las personas que lo solicitan formalmente en las curias diocesanas, para abandonarla, renegando de su bautismo (otras lo hacen sólo en su fuero interno), de igual modo existe una suerte de apostasía por parte de miembros de la Iglesia que, en un acto de egoísmo suicida, abominan y se desentienden de la humanidad, que Cristo hizo suya en la encarnación y se desposó con ella para ser, como en todo matrimonio, una sola carne. Son apóstatas de la humanidad por la que Cristo derramó su sangre para redimirla y salvarla.
Decía Simone Weil (1909-1943), judía de corazón cristiano, que «lo que me hace entender si alguien ha pasado por el fuego divino no es su modo de hablar de Dios, sino su modo de hablar de las cosas terrenales». Y es que a quien, en la Iglesia, haya apostatado de la humanidad, incluso de forma silente, se le nota, porque, de alguna manera, lo ha hecho también, previamente, respecto a Dios y a la fe cristiana. Y conlleva las consecuencias de las que se habló en aquel atardecer asturiano: todo en derredor, y extendiéndose en círculos concéntricos, empieza a ir mal.
«La situación de la sociedad es fiel reflejo de la situación de la Iglesia y la sociedad está mal porque la Iglesia está fatal», se dijo. He de confesar que me agradó escuchar ese reconocimiento de la importancia y del alcance del ser y del actuar de la Iglesia, pero también me impelió a hacer un examen de conciencia: ¿Qué rasgo de esa humanidad que se considera a sí misma independiente de la Iglesia es el que los de la Iglesia –no ella, que es santa- deben retener como una imagen afeada de su propia faz?
Sin duda, la perversión del juicio moral. El no saber qué es el bien y qué es el mal, el confundirlo todo, el asignar equivocadamente nombres a conceptos y realidades que no se corresponden, el equivocarse en la percepción de las personas, el no tener bien fijado el fin natural, no inventado ni impostado, hacia el que se ha de tender.
Cuando los de la Iglesia pierden el rumbo, la sociedad también, porque la misión de la Iglesia en el mundo es precisamente la de mostrar el sentido, la meta última, el horizonte definitivo de la humanidad. Mas «si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo» (Mateo 15,14).
Y no es cosa de discursos grandilocuentes ni de declaraciones proféticas o apocalípticas, porque suelen contener, como osarios con materia putrefacta, mucha falsedad, sino de pureza y rectitud de intenciones, sazonadas con la humildad. En el número V de “Coros de la Roca”, Thomas Stearns Eliot escribe: «Oh, Señor, líbrame del hombre de excelente intención e impuro corazón: porque el corazón es engañoso sobre todas las cosas y desesperadamente perverso». Pureza de corazón es lo que se requiere y exige, porque es en éste en donde se halla el epicentro que todo lo dinamiza para bien o para mal.
«Dichosos los limpios de corazón» (Mateo 5,8), proclamó Jesús. Y dijo también que «lo que sale de dentro es lo que hace impuro. Porque del corazón salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y son las que hacen impuro» (Marcos 7,20-23). Así que corazones puros serán los que regeneren, con su trabajo, ilusión y entrega, el tejido social. Y verán a Dios (Mateo 5,8).
Y otra cosa: Que nadie se extrañe de la desmemoria y del adanismo creciente en la sociedad, en la que se están desliendo los tradicionales anclajes en el pasado, porque ese es un reflejo igualmente de los graves y preocupantes niveles de paramnesia a los que están llegando los de la Iglesia. Y ésta, no se olvide, además de santa, es también la comunidad de la “anámnesis”, es decir, de la memoria grata, del recuerdo agradecido y de la eucaristía.
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