(XL Semanal) Ahora que ya tengo cierta edad, creo que puedo mencionar los dos acontecimientos biográficos que han determinado mi lugar ‘excéntrico’ en el mundo. Uno ha sido mi resistencia de cascarrabias a la colonización tecnológica, que me ha convertido en una suerte de dinosaurio sin redes sociales, sin aplicaciones en el móvil, sin esa ‘conectividad’ nerviosa que caracteriza a los hombres de mi tiempo. La otra ha sido mi expulsión de los ámbitos católicos oficialistas, donde se me considera –¡con muchísima razón!– un desaforado ‘profeta de calamidades’, lo cual me ha obligado a poner mi tienda –digámoslo jocosamente– in partibus infidelium; es decir, entre gentes con una ‘cosmovisión’ muy alejada de la mía, donde sólo a regañadientes y con muchas reticencias se me acepta, pero donde también se pueden entablar lazos nacidos de las afinidades electivas. Creo que estos dos acontecimientos biográficos me han convertido en una persona ‘periférica’ que contempla el mundo desde una esquina y, desde luego, en una persona muy poco ‘sectaria’ (a la fuerza ahorcan).
Vivir en lugares ‘excéntricos’ acarrea muchos inconvenientes, desde no estar al tanto de los ‘memes virales’ hasta no poder desenvolverte según códigos aceptados por tu tribu. Quiero decir que es una vida más incómoda y esforzada, más sujeta a incomprensiones y malentendidos; y en la que, inevitablemente, uno se queda desplazado o rezagado muchas veces (por no tener guasap o suscripción de Netflix, por tener que defender tus posiciones en medios adversos, etcétera). Pero vivir en lugares ‘excéntricos’ tiene también algunas ventajas, como las tiene vivir en la naturaleza salvaje, donde uno debe estar siempre avizor, porque no lo protege el redil, porque le faltan las seguridades que proporciona un medio hospitalario, porque no se puede dar nada por descontado. Viviendo en lugares ‘excéntricos’ también se descubre que la otra forma de vida a la que hemos renunciado (o de la que hemos sido excluidos) es, desde luego, mucho más cómoda y grata; pero también adormecedora e idiotizante, como la vida de los hombres que viven en el interior de la caverna platónica.
Hace poco –eran vísperas electorales– asistí a regañadientes a una reunión social en la que me hallaba como un pulpo en un garaje, entre gentes nada ‘excéntricas’ que ardían en deseos de que se celebraran las elecciones, para «echar a Sánchez». Dejando aparte que aquellas gentes quisieran echar a un gobernante para poner a otro que, en lo sustantivo, pensaba hacer lo mismo (pues uno y otro obedecen las mismas órdenes), me llamó la atención la certeza sin fisuras que todas tenían del inminente vuelco político. Profundicé en las razones de esta certeza; y advertí que todas esas personas se abastecían de las mismas fuentes, que todas habían encumbrado a los mismos gurúes mediáticos, que todas creían a pies juntillas al mismo charlatán demoscópico, que todas participaban en los mismos grupos de Telegram y mandaban a sus amigos los mismos memes. Me permití advertirles que las fuentes que manejaban eran parciales, que los gurúes que encumbraban eran unos charranes sectarios, que a su charlatán demoscópico predilecto le pagaban para inducir el sentido del voto, que los grupos de Telegram en los que participaban no eran sino ecosistemas artificiales en los que se sentían cómodos (pero sin parecido alguno con la realidad social), que los memes que se cruzaban con sus amigos eran de ‘consumo interno’. Y, en fin, que vivían encerrados en una habitación, absortos en un solo juguete, y habían llegado a confundir los estrechos límites de su mundo, amueblado a su gusto y con calefacción central (o aire acondicionado, según la estación), con el vasto mundo exterior, donde hace calor y frío y rugen las fieras. A todas aquellas personas les pareció que yo era un descarriado (no sabían hasta qué punto) y una mosca cojonera, por atreverme a deslizar que tal vez el doctor Sánchez no fuese tan execrado fuera de su gueto como ellas pensaban; y algunas hasta se enfadaron enfáticamente cuando me permití hacer chistes sobre el charlatán demoscópico y el gurú mediático de sus entretelas, a quienes consideraban respectivamente el profeta Isaías y Cicerón redivivos. Pero al menos la sangre no llegó al río.
Sin duda, la colonización tecnológica y la complacencia que produce vivir en ámbitos hospitalarios están creando personas cada vez más sugestionables y fáciles de engañar. Personas con graves distorsiones cognitivas a las que les vendría maravillosamente irse a vivir por una temporada a un lugar ‘excéntrico’, in partibus infidelium.
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