En una sesión estival de ordenación de la biblioteca, al abrir una caja precintada y arrumbada junto a otras, en las que se contenían libros también, tras un traslado domiciliario de hace doce años, han aparecido dos obras que compré por unas monedas, a finales de la década de los ochenta, en el Centro “Cerfaux-Lefort” de la Universidad Católica de Lovaina, en el que se venden por poquísimo dinero las obras que se desechan, de entre los legados que recibe esa prestigiosa institución académica, por figurar ya en los fondos de la biblioteca.
Se trata de “Le Paysan de la Garonne”, de Jacques Maritain (1882-1973), y “Les grandes amitiés”, de Raïssa Oumansoff (1883-1960), su esposa. Han salido de la penumbra a la luz para saludarme en este quincuagésimo aniversario del fallecimiento de Maritain, uno de los más grandes pensadores cristianos del siglo XX. Hoy, por desgracia, poco leído, aunque se dice que existe una cierta “Maritain-Renaissance”.
Jacques Maritain procedía de una familia liberal, republicana, culta y protestante. Desde muy joven se sintió atraído por el socialismo y la revolución, pero no acababan de satisfacerlo plenamente ni lo uno ni la otra porque le parecía que a la actividad social y política le faltaban principios, cuerpo y voluntad de verdad.
Fue precisamente esa búsqueda de la verdad la que lo condujo a establecer un vínculo irrompible con una emigrante rusa, judía, que frecuentaba, como él, la universidad parisina de La Sorbona: Raïssa Oumansoff, con la que luego se casó.
Se enrolaron juntos en el estudio de los pensadores que mejor podían ayudarlos en su propósito de adentrarse y crecer en la verdad, y tras mucho afanarse y entusiasmarse con las obras de diversos autores, fueron a dar con Henri Bergson (1859-1941), quien les abrió la vía hacia el conocimiento de lo real y de lo absoluto.
Mas no sería Bergson, sino un literato asceta, Léon Bloy (1846-1917), el que habría de llevar a la joven pareja a la fe cristiana, al bautismo y a la Iglesia católica, hallando así las respuestas que anhelaban satisfacer ante sus existenciales y acuciantes preguntas. Entendieron, a la par que se convirtieron a Cristo, que era éste, y nadie más, quien daba unidad y sentido a sus vidas de buscadores de la verdad.
Con la conversión y el bautismo, Maritain aparcó la Filosofía por considerarla incompatible con la fe. Hasta que un dominico, Humbert Clérissac (1864-1914), los invitó, a él y a Raïssa, a que leyeran la “Summa Theologiae” de Santo Tomás de Aquino (1225-1274). Fue un verdadero hallazgo. Hasta el punto de que Maritain volvió a dedicarse por entero a la Filosofía: «Experimenté entonces como una iluminación de la razón», confesó.
El matrimonio creó en torno a sí un círculo de amistades que encontraban, en su casa, un hogar pleno de calidez, inteligencia y fe cristiana. En Versalles, primero, y en Meudon, después. Filósofos, teólogos, literatos y pintores eran asiduos de aquella iglesia doméstica. Varios se convirtieron al catolicismo o retornaron a la fe. Raïssa dejó constancia de algunos de esos encuentros en el libro “Les grandes amitiés”. La clave de bóveda que sostenía aquel edificio era el dogma católico en el que convergían y del que irradiaban, como si fueran las nervaturas de una cúpula, la verdad, la razón y el amor.
De entre los nuevos amigos que Jacques Maritain fue haciendo por afinidades intelectuales, hubo uno del que no se puede no hacer mención: Giovanni Battista Montini (1897-1978), joven sacerdote bresciano, culto y espiritual, que trabajaba en el servicio diplomático de la Santa Sede y se sentía absolutamente cautivado e identificado con la cultura francesa.
A este sacerdote, que llegó a ocupar un alto cargo en la Curia romana y fue arzobispo de Milán, los cardenales que asistieron al cónclave de 1963 lo eligieron Papa y adoptó el nombre de Pablo VI. Montini y Maritain mantuvieron la amistad hasta el fallecimiento de éste en la casa de los “Hermanos de Jesús”, en Toulouse.
Y así como Maritain fue unos de los intelectuales que intervinieron, por encargo de la ONU, en la confección de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948, fue él quien tuvo la idea de que, así como hubo una confesión de fe emanada del concilio de Nicea, debería haber una proclamación del Credo tras la clausura del concilio Vaticano II. A Pablo VI le pareció bien la idea, avalada por el cardenal Charles Journet (1891-1974), y el Papa le confió a Maritain la redacción del “Credo del Pueblo de Dios”, que Pablo VI proclamó, con algunos retoques suyos, en 1968.
En 2025 se conmemorarán dos importantes hechos históricos y eclesiales: mil setecientos años de la celebración del concilio de Nicea y de la definición de su Símbolo de fe (325), y ochocientos del nacimiento de Santo Tomás de Aquino (1225). Hasta que llegue ese momento, la relectura de las obras de Jacques Maritain puede ser, ya desde ahora, un estupendo preámbulo para una fructuosa celebración de esos dos trascendentales acontecimientos.
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