Nos hemos colocado ya en el mes que hace de ecuador en este año tan extraño, donde todo queda entre paréntesis, como en un entredicho confinado. Van pasando las urgencias más lesivas, y aparecen ahora las que larvadamente se estaban gestando como consecuencia de aquellas. Ocurre igual con los conflictos bélicos: que tras la deseada paz que pone fin a una guerra, aparece luego implacable tener que levantar la ciudad con tanta destrucción por doquier, tantas lágrimas no lloradas debidamente, tantas heridas por las que se sigue desangrando la esperanza.
El domingo pasado terminaba el tiempo de pascua con la festividad de Pentecostés. Yo dije en nuestra Catedral de Oviedo que la palabra de Dios nos acercaba dos escenas bien distintas: una la de los discípulos “confinados” en el cenáculo por miedo a los judíos. Otra, la plaza de Jerusalén atestada de gentes que venían del mundo entero conocido como si hubieran sido convocados allí para escuchar o recibir algo.
Son dos ámbitos que nos resultan familiares a nosotros en esta circunstancia que desde hace ya varios meses nos tiene recluidos en no pocos sentidos: la encerrona del miedo y la plaza de los desafíos. Había miedo de todos los colores, había sospecha ante cualquier sobresalto, y las puertas cerradas a cal y canto. Así hasta que llegó María, la Madre de Jesús, y transformó aquella encerrona en un retiro de adviento: esperar, les dijo, estamos aquí para esperar, porque se nos hizo una promesa que no defraudará. Oremos para poner nombre a nuestras preguntas, y abramos el corazón para que cuando llegue el cumplimiento de la promesa que hizo Jesús, reconozcamos en él la respuesta.
Hay personas que prefieren no hacerse preguntas, o rodearlas como mejor pueden para evitar la provocación de los interrogantes que nosotros no sabemos resolver. Esto nos deja pobres y vulnerables, y entonces tratamos de salirnos por la tangente del divertimento, por la vereda de la distracción, por el abismo de cualquier frivolidad propia o ajena, para maquillar la provocación que la vida nos impone con las preguntas esenciales sin que nosotros podamos controlar o manipular las respuestas. En esto estaban aquellos discípulos con María, orando y esperando. Pero, de repente, unas llamas trajeron luz a sus vidas apagadas, y acercaron su lumbre a sus sospechas heladas. Las puertas y ventanas hicieron saltar sus cepos y cerrojos, y pudieron asomarse a la vida real de tanta gente venida de todo el mundo como si hubiera hecho Dios con todos ellos una quedada.
Salieron de su escondrijo, dejaron atrás sus miedos y sus lágrimas, dejaron de mirar a un cielo evasivo y se lanzaron a contar algo inaudito, algo que no podían censurar en sí mismos, se lanzaron a cantar la Buena Noticia de que Dios no era rival en sus desgracias sino cómplice de lo mejor de sus vidas. Las maravillas de Dios se entendían en todas las lenguas, el bálsamo de su gracia ponía ternura en sus desgarros, y el horizonte malagüero de sus desdichas dejaba espacio para el amanecer de la verdadera alegría. En aquella mañana de pentecostés, Dios volvió a pasear su pascua, su paso renovado a la hora de la brisa, llenando de luz y esperanza los corazones que esperaban sin saberlo, que algo aconteciese, que alguien viniera a decirlo con belleza y regalarlo sin ningún precio.
Nosotros, dos mil años después, también andamos entre nuestras tentaciones de mirar devotamente distraídos al cielo, o afanarnos desesperados en los desafíos de la tierra. Y sentimos los miedos de todas las clases, y los cansancios de toda ralea, mientras que censuramos las preguntas que nos hacen mendigos de las respuestas verdaderas. Es ahí donde Dios nos espera, nos abraza y nos abre el significado misterioso que puede ir dejando en nosotros y entre nosotros esta dura experiencia.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario