Los vemos por doquier tras las celebraciones paseando por nuestras calles y plazas con una alegría que sólo un pequeño puede traslucir. Niños y niñas en ese día feliz de su primera comunión nos permiten, si quiera de refilón y con prisa, asomarnos al momento que también marcó no pocas de nuestras ilusiones cuando nos llegó el anhelado día de recibir por primera vez a Jesús en el sacramento de la Eucaristía.
En mi caso fue a hora temprana, por aquello de los ayunos de entonces que nos recordaban que recibir al Señor no era cualquier cosa. El haberse privado de tomar alimentos tres horas antes de la comunión (como antes eran nada menos que doce horas, o como actualmente la Iglesia indica que una hora de ayuno es suficiente), no tiene el significado mágico de llegar a Jesús con la digestión hecha para que Él pueda adentrarse plenamente en nuestro ser. Es tan sólo un reclamo, una metáfora, que viene a recordarnos de qué debemos ayunar para poder recibir de modo puro a Jesús: ayunar de todo aquello que no da gloria a Dios ni es bendición para los hermanos. Entonces aparecen nuestras palabras excesivas que pueden ser como puñales que hacen daño hiriendo a quien escucha nuestras murmuraciones, calumnias u ofensas; aparecen nuestros hechos con los que a veces llenamos de tristeza a los que nos ven y contemplan por nuestro escándalo o por nuestra indiferencia; aparecen los pensamientos con los que interiormente maquinamos rechazos y exclusiones o posesiones apropiadoras; aparecen también las omisiones cada vez que nos escurrimos, nos escondemos, nos inhibimos, nos callamos… cuando más falta hacía nuestra palabra y nuestra presencia. De todo eso hemos de ayunar para acercarnos debidamente a comulgar a Jesús la primera vez y cualquiera de las que luego han venido en nuestra vida cristiana. Y esto es lo que nos recuerda el ayuno eucarístico: que hemos de ayunar de todo cuanto ofende a Dios y hace daño a los hermanos.
Es un hecho que va parejo a lo anterior, y se lo he oído a los sacerdotes en estos días: que antes de la primera comunión, hay que prepararla celebrando la primera confesión. Es realmente hermoso cómo educamos a nuestros más pequeños para que su conciencia sepa ser amiga de la verdad, de la paz, de la pureza, del perdón, de la bondad, de la belleza, de la justicia y la misericordia. No son los valores que, lamentablemente, más abundan en nuestro mundo postmoderno y post-cristiano. Pero son los valores más genuinamente evangélicos que Jesús vino a enseñarnos con su vida y con su palabra. Por eso resulta tanto más urgente acompañar a nuestros jóvenes comulgantes para que su niñez ya esté sostenida por esta forma de ver y de vivir las cosas en clave cristiana, aunque luego haya tantos señuelos que los tienten para olvidarse de estos valores y les faciliten y hasta les subvencionen el poder transgredirlos dejándose arrastrar por lo fácil y lo zafio, por el pecado.
He visto a tantos niños y niñas que han hecho su primera comunión vestidos con sencillez con un traje infantil festivo con algún motivo religioso como un crucifijo o un rosario que llevaban los pequeños, otros con la túnica blanca que facilita la parroquia para evitar comparaciones demasiado distintas en la forma de vestir, y no han faltado tampoco los tradicionales trajes de marinero o de joven novia con lo que ataviaban también otro aspecto que acompaña este momento: que la vida es una travesía hasta llegar a la playa del cielo y hay que ser avezados marineros para no perder el rumbo y sortear las tormentas, así como la vida es una larga historia de amor que se vive con el más grande Amor que comulgamos ennoviados.
Es una alegría grande ver a nuestros más pequeños haciendo su primera comunión de Jesús sacramentado. Una llamada gozosa que se nos hace a los adultos para no romper esa comunión con el mismo Jesús que un día por primera vez vino a nuestro corazón.
+ Fray Jesús Sanz Montes O. F. M.
Arzobispo de Oviedo
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