Hay una diferencia entre amar y no amar, entre guardar o no guardar la palabra de Jesús, entre acoger y rechazar, entre creer y no creer. Todas esas alternativas son, en realidad, una sola y es la diferencia entre ser de Cristo o ser del mundo. Esa “palabra” no es una palabra cualquiera ni es una simple información. En esa “Palabra” se nos comunica el Señor mismo. Es un encuentro, un hablar de corazón a corazón, de aquel que está siempre a nuestro lado, de aquel que ahora habita en nuestra más íntima intimidad.
Ese Jesús que vivió en Galilea y murió en la cruz, vive ahora resucitado “a la derecha del Padre”, en su humanidad gloriosa. Pero se nos comunica en el Espíritu Santo, el Paráclito, que nos ha enviado. El Espíritu Santo va enseñándonos, iluminando nuestra mente y nuestro corazón para que comprendamos esa “palabra”, para que conozcamos y amemos a Jesús, más y mejor aún de como lo comprendieron los primeros discípulos que convivieron carnalmente con él. La comprensión profunda del misterio del Hijo va progresando en la historia de la Iglesia por obra y gracia del Espíritu Santo, que actúa eficazmente y con poder en nosotros los cristianos. Al recordar incesantemente la “palabra” del Señor vamos ahondando y descubriendo más y más su significado vivo.
Esta enseñanza del Espíritu es interior pero no es meramente individual, sino comunitaria. Jesús no habla en singular a una sola persona, sino que lo hace siempre en plural a una comunidad de discípulos y hermanos. Este recordar y enseñar del Espíritu no se refiere a una persona única que pueda tener problemas de memoria, sino que se refiere a la totalidad. Por eso, en la comprensión y el recuerdo de Jesús y su palabra, en la que se nos comunica él mismo, están siempre implicados y presentes todos los demás. Esto es importante. Porque ser cristiano es fundamentalmente ser hermano en Jesucristo y, por tanto, nunca es algo propio de una subjetividad individual. El individualismo subjetivo no es católico, no es “según la totalidad”, que es lo que propiamente significa la palabra “católico”.
La fe y la revelación de Dios se reciben siempre en la comunidad. Todas las promesas de Jesús se dirigen a la comunidad entera, no sólo a uno ni a una clase “privilegiada”, como podrían ser los sacerdotes. Lo dice también la primera carta de san Juan: “Vosotros poseéis la unción –el crisma- recibida del Santo, y tenéis todos el conocimiento” (1Jn 2,20).
Cuando Jesús se apareció a sus discípulos, la primera palabra que les dirigió fue “¡Paz!” En hebreo se dice “Shalom” y es el saludo habitual entre los semitas. No es un saludo banal, sino que encierra un denso significado en la tradición hebrea. Porque no significa sólo la ausencia de conflictos o la tranquilidad, sino la dicha en plenitud, la pacificación interior, el hombre total, plena e interiormente pacificado con Dios, consigo mismo y con los demás. Ese es el saludo de Cristo: “¡La paz con vosotros! ¡La paz os doy!” Un saludo que repetimos siempre en la misa, una paz que nos deseamos unos a otros antes de recibir la santa comunión. Un saludo que los cristianos y especialmente los franciscanos dirigimos a todos: “¡Paz y bien y santa alegría!”
Jesús no sólo nos desea la paz, sino que nos la da como una herencia que sólo Dios puede dar. Es uno de los grandes dones mesiánicos. El Mesías tiene por nombre “Príncipe de la paz”, él hará que florezca la paz y la justicia hasta que falte la luna, que fluya sobre Jerusalén la paz como un río. El Pueblo de Dios es un pueblo reconciliado por Cristo, que ha derribado todos los muros de odio que nos separan. ¡Ah, esos muros que constantemente los hombres nos obstinamos en levantar!
Porque esa paz de Jesús no es como la paz del mundo, que es una paz de los vencedores construida sobre la derrota del otro, una paz de los cementerios, como aquella “pax romana augustana” cuyo fundamento eran las legiones del emperador. Hoy como entonces también la paz del mundo es la que se impone por algún tipo de fuerza y de victoria.
La paz de Jesús hace desaparecer toda turbación y todo miedo: “No temáis!”, no tengamos miedo, Jesús ha vencido al mundo y su falsa paz y nos ha restituido la plena confianza. Es la herencia de la paz que no cesará nunca, que nos colma de alegría y es el fruto de la fe. ¿Habéis oído bien? El Dios de la paz y de la alegría está con nosotros, nuestro alcázar es Dios en Jesús.
¡PAZ Y BIEN Y SANTA ALEGRÍA
No hay comentarios:
Publicar un comentario