Después de la noche de la traición, Jesús fue entregado al poder de la muerte como consecuencia de nuestros pecados, fue crucificado y fue sepultado. Al tercer día resucitó de entre los muertos, como primogénito de entre los muertos y nos dice: «Yo soy el que vive; estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte» (Ap 1, 18). Jesucristo resucitado ha inaugurado una vida nueva para él y para nosotros, una vida que hemos recibido en el bautismo y de la que nos vamos apropiando más y más, hasta ser transfigurados por el poder de su resurrección.
Una vez resucitado, Jesús se vuelve a los suyos, los que le dejaron solo e incluso lo negaron, para expresarles su misericordia y su perdón. El domingo pasado lo hacía con el apóstol Tomás, que, al comprobar las llagas de su mano y su costado, se rindió en adoración confesando: «Señor mío y Dios mío». En este domingo se dirige a Pedro, el que lo negó por tres veces, para ofrecerle su misericordia y hacerle experimentar un amor más grande.
Habían vuelto a sus faenas habituales de la pesca en el lago de Tiberíades, de donde habían sido llamados. Capitaneados por Pedro, estuvieron toda la noche sin pescar nada. Y al amanecer, se apareció Jesús a la orilla, que les pregunta por la pesca y les ordena echar las redes de nuevo. En plena faena, quien lo identifica primero es Juan, el que más amaba a Jesús por ser el discípulo amado: «¡Es el Señor!». Pedro se tiró al agua para alcanzarle impacientemente, se olvida de la barca, de la pesca y de los demás. El tirón de Jesús se hace irresistible. Arrastra la barca y comprueba que la redada de peces es inmensa. «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quien era, porque sabían bien que era el Señor». A Jesús lo han visto transfigurado, pero lo han reconocido directamente y por el fruto abundante de la pesca. Y compartieron con él aquel desayuno que les supo a gloria.
Terminada la comida, Jesús se dirige a Pedro y le hace un examen de amor: «Pedro, ¿me amas más que éstos?». Tres veces lo había negado, tres veces le repite Jesús la pregunta, a la que Pedro responde: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». La respuesta positiva conduce a la misión: «Pastorea mis ovejas». Cuando vuelve a preguntarlo por tercera vez, Pedro se entristeció. Probablemente por el recuerdo de las negaciones en la noche de la pasión. Y responde afirmativamente, pero no apoyado en su certeza, sino apoyado en el saber de Jesús: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero».
Este examen de amor, que Pedro supera positivamente, es ante todo una muestra de amor y misericordia por parte de Jesús a Pedro. Jesús le pone en situación de confesar su amor, reparando su pecado en las negaciones. Le pone en bandeja esta confesión de amor, en la que Pedro se hace consciente de que su fuerza no está en sí mismo, sino en Jesús. Y apoyado en Jesús, confiesa su amor, que es más grande que su pecado.
Jesús resucitado se hace presente en nuestra vida de múltiples maneras, una de ellas para perdonar nuestros pecados con un amor más grande de su parte, que genera en nuestro corazón un amor mayor hacia él. Cuántas veces nos hemos sentido profundamente renovados al recibir el fruto de su redención en el sacramento de la penitencia, en el que confesamos nuestros pecados y confesamos el amor más grande de Jesús a nosotros y de nosotros a él. El sacramento de la penitencia, por tanto, no es sólo propio de cuaresma, donde tiene más un sentido penitencial, sino que es también propio de la Pascua, donde tiene más un sentido de confesión de amor, como en el caso de Pedro. La Iglesia pone a nuestro alcance el sacramento del perdón para que lo recibamos con frecuencia, pues necesitamos escuchar del Señor el amor que nos tiene y necesitamos igualmente hacer nuestra confesión de amor, que repara nuestros pecados.
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