(ABC) Todos los titulares informativos han destacado que el doctor Pedro Sánchez prometió el cargo «sin Biblia ni crucifijo». Esta desaparición del atrezzo religioso (pues un mero atrezzo, tan hipocritón como grotesco, era a estas alturas) ha provocado multitud de comentarios: desde el regocijo bravucón de los comecuras, que celebran que el doctor Sánchez haga profesión de fe laicista; hasta la indignación pinturera del catolicismo pompier, que en este gesto adivina una temible declaración de intenciones. Pero lo cierto es que el doctor Sánchez no ha hecho otra cosa sino acogerse al nuevo protocolo; y así, al menos, evita pecar contra el segundo mandamiento, que es lo que hicieron sus predecesores en idéntica tesitura, poniendo a Dios por testigo.
El paripé del juramento o promesa del cargo siempre ha despertado mucho morbillo entre la gente ingenua, que piensa que de la fórmula elegida se deduce si la persona en cuestión es creyente. Pero lo cierto es que de este paripé nada se puede deducir, como nos enseñase Julio Camba, en una crónica desternillante sobre la constitución de las Cortes de 1907. Allí descubrimos que Benito Pérez Galdós eligió la promesa en lugar del juramento para evitar tener que arrodillarse, pues el chaqué que había elegido para la ocasión le quedaba muy estrecho. Azorín, en cambio, juró tan ricamente en aquella misma ocasión; y no porque fuera creyente, sino más bien lo contrario, como él mismo explicaba a Camba con una sonrisa «bruhmellesca»: «Yo soy un escéptico, y un escéptico debe jurar, ya que a él no le importan nada los juramentos». Camba escribía, glosando la frívola frase de Azorín, que mucho más preocupante que el juramento del escéptico es el juramento del político sedicentemente católico que jura «a nombre de ideales contrarios al catolicismo». Que es lo que ocurría en estos paripés.
Pero el doctor Sánchez no es uno de esos católicos a los que no importa jurar en vano, ni tampoco un escéptico de sonrisa bruhmellesca, ni siquiera alguien que no jura para no hacer saltar las costuras del traje. El doctor Sánchez no jura porque es un ateazo tremendo; y así denota que no tiene ante quien hacerlo (aunque creemos que, si en sus ansias por alcanzar el poder, hubiese necesitado jurar con Biblia y crucifijo, lo habría hecho sin titubear). Algunos creen que este ateísmo tan tremebundo del doctor Sánchez se traducirá en una batería de medidas laicistas que ya contemplaba en el programa con el que ganó las primarias de su partido: barra libre eutanásica, por supuesto; pero también denuncia de los acuerdos suscritos entre España y el Vaticano, expulsión de la asignatura de Religión del currículo y del horario escolar, abolición de exenciones fiscales e incluso de la ayuda recaudatoria que el Estado presta a la Iglesia a través del IRPF, etcétera. No sería, ciertamente, de extrañar que el doctor Sánchez, para disimular la fragilidad de su gobierno, se dedicase al aspaviento anticlerical, de probada eficacia ante cierta parroquia izquierdista; y, desde luego, la barra libre eutanásica puede darse por hecha (siempre son los progresistas los que avanzan este tipo de leyes, para que luego los conservadores las conserven amorosamente). En cambio, si el doctor Sánchez anhela una Iglesia cada vez más irrelevante, más genuflexa y lastimosamente preocupada en halagar al mundo, una Iglesia –en fin– convertida en esa repulsiva sal sosa de la que nos habla el Evangelio, no tocará el asunto de su financiación. Pero tal vez estoy atribuyendo al doctor Sánchez una inteligencia maligna como la de aquel diablo Escrutopo urdido por C. S. Lewis; cuando, como todo el mundo sabe, el doctor Sánchez se parece más bien a su sobrino Orugario.
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