1.- “Tú eres nuestro Padre”. En el texto de Isaías se describe el peso de la culpa, pero también se da cabida a la reconciliación. En el destierro babilónico, el pueblo judío fue largamente purificado. En el destierro este pueblo aprendió a creer y a esperar. En el destierro surgieron magníficos profetas y bellísimas oraciones. En el destierro encontraron de otro modo a Dios. En el sufrimiento más intenso, en la humillación más injusta, pueden nacer los sentimientos más puros y elevados. Desde el desvalimiento y la marginación, pueden brotar la confianza plena, la ternura contagiosa, la humildad valiente. Son los efectos de las necesarias purificaciones. Esta oración que hoy escuchamos es una prueba de cuanto decimos. Respira en todas sus palabras el perfume de la humildad y la confianza, y, sobre todo, un amor filial. El padre bueno sabe bien cómo tratar al hijo, aunque haya sido rebelde. Suena muy bien la expresión repetida: “Tú eres nuestro Padre”. También la de: “Nosotros somos la arcilla, tú el alfarero”. No nos cansemos de repetir también nosotros esta petición.
2.- "La gracia y la paz". En la primera lectura de hoy y en el salmo responsorial se alude a la "gracia" de parte de Dios cuando se le pide que "vuelva su rostro" y nos salve. Pablo desea a los corintios “la gracia y la paz”. Es el saludo con el que comenzamos la Eucaristía. “ La paz de Dios" designa la totalidad de los bienes mesiánicos anunciados por los profetas y la experiencia de la nueva relación de los hombres con Dios, a quien le llamamos "Padre nuestro". Dios es nuestro Padre como autor de nuestras vidas, pero sobre todo porque nos da la nueva vida y nos hace hijos suyos en Jesucristo. Dios responderá con su fidelidad a la nuestra, a la fidelidad de nuestro testimonio, Dios no nos fallará porque es verdadero Dios y no un dios falso, porque es poderoso para cumplir lo que promete. Para San Agustín todo se lo debemos a la gracia de Dios: “La razón de nuestra vocación a la herencia eterna para ser coherederos de Jesucristo y recibir la adopción de hijos no se funda en nuestros méritos, sino que es efecto de la gracia de Dios; esa misma gracia la mencionamos al comienzo de la oración cuando decimos: Padre nuestro. Con este nombre se inflama el amor”. (San Agustín)
3.- Marcos nos llama a la vigilancia. Es el Señor quien nos la recomienda insistentemente: "Al atardecer, a medianoche, al canto del gallo, al amanecer", las cuatro vigilias en que se dividía la noche. Velad como el vigilante de una obra en construcción, como el jugador que espera que el entrenador le ponga a calentar, o el hombre de negocios la ocasión propicia; como el profeta a la escucha de cualquier signo, como la esposa que espera la llegada del amado, como el guardaespaldas para defender a la persona encomendada. Necesitamos velar para reconocerlo y acogerlo. Es lo propio del Adviento. El Señor está cerca. El Señor viene. Es el tiempo de la preparación de nuestro interior.
4.- “Mirad, vigilad, Velad”. Son tres palabras y una misma actitud. Mirar es ver con detenimiento y profundidad. Mirar es fijar los ojos con interés y con alguna esperanza. Mirar es dejarse sorprender. Miremos de verdad a las personas, a las cosas, a los acontecimientos, a la vida. La vigilancia es fruto de la fe, de la esperanza y del amor. Vigilamos cuando esperamos, vigilamos cuando creemos, vigilamos cuando confiamos, vigilamos cuando amamos. No dejemos de velar. Velad, porque Dios es sorprendente. El viene siempre, pero no sabemos cuándo, cómo y por dónde. Velad para no dormir, dejando pasar la ocasión del encuentro. Velad para reconocer y acoger a Dios, siempre que quiera presentarse. Velad, pero cumpliendo cada uno su tarea. Velad, porque la vigilancia es hija de la esperanza. Velad, porque vivimos en un adviento continuado.
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