Treinta años después de la época más dura en lo
que se refiere a los casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes, tras
miles de procesos que han condenado a unos y absuelto a otros, después de la
dura purificación a la que Benedicto XVI quiso someter a toda la Iglesia por
estos terribles pecados de algunos de sus miembros, cuando son de sobra
conocidas las nuevas normas y procedimientos puestos en marcha por la Santa Sede
y numerosos episcopados, cuando en definitiva la Iglesia ha estado dispuesta a
purgar en la plaza pública por una lacra que afecta a toda la cultura occidental
del post-sesentayocho, llega el Informe del Comité de la ONU para la protección
de la infancia. Y llega como si estuviéramos en el punto cero, como si nada
hubiera pasado. Un poco a destiempo, ¿no? Quizás no, quizás siempre es momento
cuando se trata de generar lo que el sociólogo Introvigne denominaba “pánico
social”: la figura de la Iglesia se perfila monstruosa, y así quedaría
amortizada como factor protagonista del presente.
El observador
permanente de la Santa Sede ante Naciones Unidas, en Ginebra, ha mostrado su
gran perplejidad por los contenidos de un informe que parece que estuviera ya
preparado antes del encuentro del Comité con la delegación de la Santa Sede, que
ha dado respuestas precisas y detalladas que no han sido después recogidas en
este documento, que no ha tenido en cuenta lo que en estos últimos años se ha
hecho por parte del Vaticano y por las diferentes conferencias
episcopales.
Pero aparte de este juego sucio, que seguramente la ONU no
se permitiría con otros sujetos sociales, es llamativo el hecho de que uno de
sus miembros haya sido llamado a capítulo, auditado, interrogado y finalmente
juzgado, como si el problema de los abusos que salpica terriblemente a todo tipo
de estamentos fuese un problema específico de la Iglesia Católica. Los números
de la vergüenza eclesial son tremendos y Benedicto XVI nunca quiso esconderlos,
pero es necesario ponerlos en relación con la totalidad brutal del problema.
Naciones Unidas no parece preocuparse, por ejemplo, de que en los Estados Unidos
han sido cinco veces más los casos imputados a pastores de comunidades
protestantes, o que en el mismo periodo en que en ese país fueron condenados
cien sacerdotes católicos, fueron cinco mil los profesores de gimnasia y
entrenadores deportivos que sufrieron idéntica condena. Un dato especialmente
horrendo es que el ámbito más habitual de los abusos sexuales a menores es
precisamente el de la familia, donde suceden dos tercios del total de los
casos.
Mons. Tomasi ha reiterado su deseo de responder con serenidad a
los interrogantes que todavía permanecen, de manera que el objetivo fundamental
de la protección de los niños pueda ser alcanzado. “Se habla de 40 millones de
casos de abuso de niños en el mundo. Por desgracia, algunos de estos casos
–aunque en proporciones muy reducidas en comparación con todo aquello que está
ocurriendo en el mundo– tocan a personas de Iglesia. Y la Iglesia ha respondido
y reaccionado, ¡y continúa haciéndolo! Debemos insistir sobre esta política de
transparencia, de no tolerancia a los abusos, porque con que hubiera solo un
caso de abuso de un niño ya sería demasiado”.
Quizás la clave de lo
sucedido se encuentra en los párrafos del Informe que desatan un vergonzoso
ataque a la enseñanza de la Iglesia en materia de aborto y relaciones sexuales.
Un organismo de la mega-estructura de la ONU, que parece tener vida propia, se
permite asaltar la libertad y la identidad de un Estado miembro como el
Vaticano, más aún, de una realidad histórica, social y moral, como la Iglesia
Católica. ¿Se imagina alguien que este Comité la emprendiese contra la
concepción moral del islam o del budismo? Como reza con santa paciencia el
comunicado oficial, “la Santa Sede lamenta ver en algunos puntos de las
Observaciones Conclusivas un intento de interferir en la enseñanza de la Iglesia
Católica sobre la dignidad de la persona humana y en el ejercicio de la libertad
religiosa… y reitera su compromiso en la defensa y la protección de los derechos
de los niños, en línea con los principios promovidos por la Convención sobre los
Derechos de los Niños y según los valores morales y religiosos que ofrece la
doctrina católica”.
Quizás los sesudos miembros del Comité están más
preocupados por combatir la voz de la Iglesia que de proteger a los niños.
Porque a estas alturas es difícil ignorar de buena fe que el pansexualismo y la
cultura anti-familia son el caldo de cultivo de una lacra que abarca con sus
tentáculos desde Hollywood a los selectos salones de la progresía europea,
pasando por tantos hogares supuestamente “normales”. La tragedia de muchos
sacerdotes ha sido abandonar la fuente viva de la tradición eclesial para
entregarse a los cantos de sirena de algunas falsas liberaciones. Como dijo hace
pocos días el papa Francisco “los escándalos tuvieron lugar porque la Palabra de
Dios era algo raro en esos hombres” que habían reducido la fe a costumbre, a
comodidad y poder. Y esa sí es una lección que no podemos olvidar.
José Luis Restán
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