Pañuelo de silencio, oración de despedida
La noticia ha ido llenando de estupor dolorido según íbamos teniendo datos de esta humana tragedia que ha segado la vida durante el incendio en una casa rural de Burgos: te quedas acallado al ver truncadas las vidas tiernas de los niños Manuela (3 años), Carmen (4) y Santiago (5), y las de su madre, tía y abuela María (36), Almudena (35) y María José (59). Un profundo silencio ante el misterio más enmudecedor por tan prematuro y cruel desenlace de gente buena e inocente que ha sucumbido ante la mano negra de un incidente fatal. Sus cuerpos calcinados imponen la desolación en los que han sobrevivido al perder a aquellos que más querían como sus inmediatos familiares, sus compañeros y amigos. De qué manera baldía aparece la vida de los que marchan y como se rompe tan tremendamente la vida de los que quedan.
Tantos nos preguntamos las cuestiones decisivas cuando llega un momento así que te encoje el hálito y te entrecorta con un nudo la respiración. Ya sabemos que desde que nacemos tenemos edad para morir, incluso antes: desde que somos concebidos en el santuario del seno materno. Pero hay edades que te cuesta lo impagable poner fecha de caducidad cuando todo estaba aún por escribirse, cuando tanto quedaba todavía por vivir. De nada valen los recuerdos de muertes de antaño como si pudiésemos convalidar el mal trago ante una muerta única e inédita que siempre atañe a cada persona cuando fallece. Nos sorprende siempre mal colocados, nos asusta, nos mueve a qué sé yo qué locura cuando por más vueltas que le damos, nada ni nadie nos consuela el llanto de la más feroz impostura con un dolor que sólo es nuestro y jamás podremos devolverlo como si fuese prestado.
Todos ellos tenían tanto que decir, que reír, que llorar, tanto al fin que seguir viendo y viviendo según iban creciendo en su propia humanidad. Pero la inocencia de esas cruces blancas no hace tierno lo que nos conmueve por dentro y por fuera. Me consta que esas mujeres, esos niños tenían fe, incluso de modo intenso y ejemplar. La fe es creer que mi corazón se rebela ante algo para lo que no ha nacido como es el morir. Pero esa rebeldía no tiene nada de blasfema, ni se escapa fugitiva lejos de todos para huir a ninguna parte donde poder descansar. Esa rebeldía de mi corazón herido por mil preguntas y bañado en todos mis llantos cuando llega semejante momento como el que ahora nos abruma, coincide con la promesa humilde que Dios mismo nos ha hecho porque Dios mismo se la hizo cuando se enfrentó a la muerte de su Hijo, Jesús resucitado.
Hay una resignación que no es cristiana ni me devuelve la paz. No hay rendición ante tamaño trance en el que no hay solución ni salida. La actitud cristiana es la aceptación de que lo que yo desearía es lo que el Señor me propone: la vida eterna, esa que nos regala inmerecidamente lo que el amor de Dios no me hurta cuando la muerte me lastima. No creemos en la vida longeva sin más, pues sería pobre y triste aspiración, sino que creemos en la vida eterna. La que Dios nos ha prometido, la que nuestro corazón espera, la que para siempre siempre nos anudará sin lágrimas a cuantos el Señor nos puso a nuestra vera.
Ofrecemos con respeto nuestra humilde cercanía al acompañar de mil modos el sentimiento de los familiares vivos con todo nuestro afecto, mientras pedimos el descanso eterno para estas mujeres y niños. Cercanía que se hace oración por unos y otros, con nuestro pañuelo de silencio en este adiós que tiene la esperanza encendida. Descansen en paz con la bendición del Señor y de nuestra Madre la Santina.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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