Por el Rvdo. Sr. D. Roberto Visier Cabezudo
No podría decirles exactamente cuántos turistas visitan Roma durante todo el
año, pero son muchísimos. Vienen a encontrar un patrimonio cultural único en el
mundo: las huellas del imperio romano que marcó en gran medida la cultura
occidental y la capital de la Iglesia Católica, del cristianismo occidental que
representa otra de las grandes raíces de la cultura europea y de todo el
occidente. Sin embargo hay una gran diferencia que resulta evidente a primera
vista. Lo que queda del imperio romano son sólo ruinas, reflejos de una luz que
hace tiempo que se apagó. Es necesario tener a mano detallados libros llenos de
dibujos para poder imaginarse realmente lo que era el foro romano por ejemplo.
Ya pocos quieren conocer el latín porque se considera una lengua muerta, algo
que pertenece a un pasado muy lejano. Sabemos no obstante que la huella romana
es imborrable porque permanece en el derecho actual y en tantos otros aspectos
diluidos en las distintas culturas europeas. Reconozcamos incluso la necesidad
de no olvidar la cultura clásica por todo lo que su historia nos puede seguir
enseñando en tantos campos del saber: la filosofía, el derecho, el arte, la
política, la lengua y literatura, etc.
La otra cara de la ciudad eterna, la
Roma cristiana está muy viva. No son ruinas, son basílicas enormes y
extraordinarias, cientos de pequeñas iglesias llenas de pinturas y esculturas,
cientos de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que vienen a Roma a
profundizar en la teología católica, en la Sagrada Escritura, en el Derecho
canónico, etc.; miles de comunidades de vida consagrada presentes en sus casas
madres. Y además todos aquellos, miles y miles, que vienen como peregrinos al
corazón de la Iglesia Católica, a escuchar la palabra del Papa, no importa el
nombre o la procedencia del pontífice. La despedida de Benedicto XVI, el
Cónclave y la elección del Papa Francisco han congregado cientos de miles de
personas en la Plaza de San Pedro de todos los continentes y razas. Se leía en
sus rostros la emoción de la despedida de un Papa sabio y valiente y pocos días
después la alegría al recibir un Papa venido “casi del fin del mundo” que ya ha
cautivado a cristianos y no cristianos por su sencillez y cercanía, dispuesto a
romper definitivamente el mito de una Iglesia opulenta que hace mucho tiempo que
dejo de serlo.
Sí, la riqueza del arte cristiano
que hay en Roma es incalculable, pero es sólo eso: arte, belleza que refleja de
modo transparente algo que muchos hoy intentan olvidar y ocultar, el hecho de
que la civilización occidental ha crecido de la mano de la Iglesia. Una
institución bimilenaria que sólo pide seguir siendo la conciencia de un mundo
que ya no sabe distinguir entre el bien y el mal, que se ha cerrado a la
trascendencia, que sólo pide la libertad para cumplir su misión de ofrecer el
Evangelio de Jesús a todos.
El sentido de los acontecimientos
que hemos vivido estos días va más allá de la persona del Papa, de los “dimes y
diretes” de los medios sobre los cardenales y que se dirigen ahora
inexorablemente contra el nuevo Pontífice (eso ya lo esperábamos). En el fondo
lo que la Iglesia y el Papa quieren poner en el centro es la presencia de Dios
Padre Creador, de Jesucristo resucitado, del Espíritu Santo que guía a la
Iglesia. No pueden con todos sus cañones, con todos sus barcos, con todos sus
aviones; no pueden con todos sus canales de televisión, periódicos y páginas
web; no pueden con todo su dinero; no pueden hundir la barca de la Iglesia,
sencillamente porque no pueden matar a Dios, no pueden ni siquiera atisbar “el
vuelo” del Espíritu Santo, no pueden borrar el nombre de Jesucristo, porque Él
es el dueño del presente y del futuro de
la humanidad.
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