Hay un texto sorprendente de los que provocan una reflexión en tu corazón. Jesús habla de que “estuvo en la cárcel”, sí. En aquellos años eran cárceles bien distintas, tenían un régimen diferente. Pero la pérdida de la libertad era el común denominador en las mazmorras al uso. Los delitos podían ser parecidos: asesinatos, robos, violaciones. Y entonces, Jesús se identificó extrañamente con ellos: “Venid vosotros, benditos de mi Padre... porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 34-36).
Es el gesto solidario de Cristo con los que en la historia serán hambrientos de tantos panes, sedientos de tantas aguas, prófugos en tantas intemperies, desnudos de tantos desabrigos, enfermos de tantas dolencias y presos de tantas cárceles. Poner nombre a esto es dibujar el mapa de la tristeza y penuria de la humanidad que con su hambre, su sed, su extranjería, enfermedad o encarcelamiento, representan el lado más oscuro de la sociedad. El día de nuestra Señora de la Merced es la fecha en la que hacemos esa memoria de uno de los grupos con los que Jesús se quiso solidarizar en ese impresionante texto del Evangelio de San Mateo. Esta advocación mariana es la que corresponde al patronazgo de lo que la Iglesia realiza dentro de las cárceles. En la edad media, merced era sinónimo de misericordia, que era ejercitada con los más pobres, necesitados y marginados de la sociedad que entonces eran los cautivos cristianos. María es la madre de la misericordia al pie de la cruz de cada uno de sus hijos.
Es verdad que, normalmente, quienes están en un presidio no es por motivos de virtud sino por haber hecho algún mal a otras personas, a la sociedad, y también a ellos mismos y su gente más allegada. El elenco de los delitos es grande. Pero incluso en este relato de delincuencia, una persona puede aprender de sus propios errores, arrepentirse sinceramente de lo que hizo, y desear de corazón poder volver a empezar su vida, debidamente redimida y dispuesta a comenzar la andadura de la verdad, la bondad y la justicia.
El papa Francisco proponía una imagen esperanzadora cuando hace poco hablaba a un grupo internacional que trabaja con la pastoral penitenciaria: “No se puede hablar de un ajuste de deuda con la sociedad en una cárcel sin ventanas. No hay una pena humana sin horizonte. Nadie puede cambiar de vida si no ve un horizonte. Y tantas veces estamos acostumbrados a tabicar las miras de nuestros reclusos. Llevaos esta imagen de las ventanas y el horizonte, y procurad que en vuestros países siempre las prisiones, las cárceles tengan ventana y horizonte, incluso una pena perpetua, que para mi es discutible, incluso una pena perpetua tendría que tener un horizonte”.
Esta es la labor que la Iglesia hace dentro de las cárceles. Respetando la pena que el recluso debe vivir como pago y rehabilitación de su delito, acompañar con total confianza ese proceso que no mira su destrucción sino la posibilidad de restablecer, o tal vez en algunos casos estrenar, una vida distinta en el respeto a Dios, a los hermanos y a ellos mismos. No entramos en los condicionantes, los atenuantes o los agravantes de su encarcelamiento, sino que nuestra visita a los encarcelados (“estuve en la cárcel y vinisteis a visitarme”), tiene esa motivación netamente cristiana y evangelizadora: que de allí puedan salir mejor que como entraron, y que ese forzado confinamiento, pueda suponer un encuentro con Cristo que es el que realmente puede hacer nuevas todas las cosas.
Gracias a todos los que trabajan en la pastoral penitenciaria en nuestra Diócesis.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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