Queridos hermanos sacerdotes y diácono. Familiares de D. Alejandro, feligreses y amigos. Me conmueve ver en el presbiterio a los compañeros de curso que os ordenasteis con Alejandro en 1990. En aquellos gozosos días con toda la ilusión por delante, os acompañabais durante las primeras Eucaristías como misacantanos. Hoy la concelebración es otra, siendo el primero de vosotros que fallece de vuestro curso. En la misa de su funeral él se unirá a todos vosotros concelebrando ya desde el cielo, como así lo pedimos y lo deseamos de corazón.
Son días de ambientación navideña, donde en medio de tantas dificultades nos preparamos para celebrar unos días entrañables por el significado de la fiesta cristiana más señera: que Dios se hizo hombre entre nosotros. Pero parece que las luces se apagan, los adornos estorban y la alegría palidece cuando tienes que afrontar una despedida de alguien querido ante cuyo fatal adiós te rebelas y experimentas su abrumadora losa.
Cualquier despedida impuesta e inevitable pone en jaque la alegría, cuando nos sabemos llamados a tener cerca de los que queremos, a los que han sido significativos en nuestro camino humano y cristiano. Máxime cuando el despedido es todavía una persona joven de la que cabría esperar, y de quien necesitaríamos gozar una más larga compañía.
Así nos encontramos este grupo de cristianos, compañeros sacerdotes de Alejandro Díaz Noval, sus familiares, sus feligreses, sus amigos. No por sabido el desenlace que se avecinaba imparable, ha dejado de conmovernos el punto final de un recorrido que se nos antoja tan prematuro cuando era tanta la bondad que de él gozamos, el trabajo ilusionado con el que vivía hasta el último momento su sacerdocio, la entrega completa de su ministerio como párroco, su cercanía como amigo y entrañable familiar.
Alejandro no fue bueno para él, siendo tan bondadoso para los demás. Ha tenido que luchar con varias circunstancias en su vida, y superar los escollos que sus enfermedades varias le fueron imponiendo sufrimiento y limitación enormes, hasta que, llegado al límite de sus fuerzas, ha tenido que dejarse llevar por quien ha venido en esta hora de su vida a buscarle.
Los cristianos no creemos en la vida larga, sino en la vida eterna. Pero esto no quita que nos duela en el alma la separación definitiva en este mundo de quien hemos querido y nos ha hecho por muchos motivos tanto bien. No es una rebelión pagana la nuestra ante la muerte, sino el dolor creyente al distanciarnos de un hombre, de un sacerdote, cuyas manos nos han bendecido tantas veces, cuyos labios nos anunciaron palabras de vida escuchadas en el corazón de Dios, cuya entrega se hizo para todos nosotros ánimo esperanzado lleno de ilusión en medio de situaciones en este mundo agridulce y claroscuro, llenas de cinismo e hipocresía.
Recuerdo la última reunión del Consejo Diocesano de Cáritas en septiembre pasado. Alejandro destacaba por su audacia y hasta por su profecía, cuando reivindicaba la libertad y la generosidad a la hora de acompañar a los pobres, así como la de sostener a niños en catequesis o a los ancianos en su enfermedad, o a la gente del pueblo santo de Dios en nuestras comunidades parroquiales. Todo esto lo defendía él, cuando veía por doquier en algunos compañeros curas y en tantos cristianos un miedo paralizante, una cómoda inhibición fugitiva, que llevaba a refugiarse en el búnker de los temores y la irresponsabilidad mediocre, hasta que escampase la tormenta de una pandemia y pudiésemos todos salir airosos al campo de batalla sin peligro de nada ni de nadie.
Alejandro mostraba una evangélica rebeldía llena de esperanza, de respeto y de celo cristiano, invitándonos a todos a una verdadera entrega sin cicateras cortapisas, sin el cálculo egoísta de quien cuenta-pesa-y-mide la donación por entero de su entera vida.
Dos horas antes de su fallecimiento estaba con él en el Centro Médico. Quise ir a darle mi último adiós, como algunos de vosotros, como tantas veces fuimos a verle en sus diversas situaciones de precariedad enfermiza. Consciente, me reconoció, le llevé el afecto de sacerdotes que me lo encomendaron especialmente, le hablé de cómo el Señor y María estaban muy cerca en esos momentos junto a nuestras pobres oraciones por él, le di un beso de hermano en la frente y le impartí mi bendición. Pude ayudarle en sus últimas flemas que le ahogaban saliendo ya de este valle de lágrimas, y me lo agradeció con una mirada serena y rendida en su extrema debilidad. Así fue nuestra despedida.
Muchos de vosotros habéis querido tanto a un hermano como Alejandro, al que era muy fácil querer. El gran corazón que él tenía hacía que fuese muy sencillo su relación, su escucha, su entrega sacerdotal llena de una humanidad sincera y noble. Siempre con su asturiano como deje con el que nos hablaba y divertía provocando en nosotros la ternura y la sonrisa, podemos testimoniar que se tomó en serio su vida sacerdotal día a día en los distintos destinos pastorales que la Iglesia le fue confiando.
Lo dijo nuestro místico castellano y lo hemos cantado después un sinfín de veces: que al atardecer de la vida seremos juzgados sobre el amor. Sí, es el examen siempre pendiente y el único que importa de todas cuantas veces nos han escrutado en la vida. No tenemos acceso al examen que un querido hermano nuestro acaba de afrontar ante la llamada de Creador. Y de amores será examinado Alejandro, con unas preguntas simples y esenciales que de algún modo también nosotros en esta mañana hemos de saber afrontar. El Evangelio que hemos escuchado nos habla de una metáfora entrañable de las que solía poner el Señor: si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, no dará fruto. También la vida de este querido hermano sacerdote, Alejandro, fue un continuo surco en el que se fue sembrando en su existencia todo lo que ha tenido de talento y virtud, todo cuanto también tuvo de limitación imperfecta. Dios nos ha hecho así: llenos de posibilidades y adornados también con limitaciones, y unas y otras nos son dadas para acertar a escribir la historia para la que fuimos llamados a describir viviéndola sencillamente.
Ante una pérdida como esta, se colocan en su sitio tantas cosas de las que a diario llenan nuestra agenda, nuestros desvelos, nuestras pretensiones y nuestras prisas. Todo entra en su justa medida, todo adquiere su verdadera dimensión, cuando contemplamos a un hombre joven todavía, a un cura de su grandeza moral y su entrega sin fisuras… que sin embargo ya estaba maduro para llegar a la meta de la que todos nosotros seguimos siendo peregrinos. ¡Cuántas cosas sin importancia las tomamos con una seriedad y tragedia indebidas! ¡Cuántas otras que realmente son las importantes las dejamos para mañana para lo mismo hacer cada día! El Señor nos pedirá cuenta de nuestra disponibilidad real en la vivencia de la vida. Es una meditación esta que Dios nos brinda, especialmente a los sacerdotes, para valorar nuestras tristezas y poner nombre a nuestras dichas, porque quizás tenemos demasiadas veces alterado ese orden y sufrimos y hacemos sufrir por lo que no vale la pena, mientras que estamos distraídos o extraviados en aquello en lo que propiamente nos jugamos la vida.
Un poco de sufrimiento, nos ha dicho el apóstol Pablo, y luego tanta eterna dicha en el cielo del que somos ciudadanos (cf. 2 Cor 4, 16-18). Alejandro ha sufrido mucho con sus enfermedades y sus derivas, mucho en estos últimos momentos. Pero para él ha comenzado la dicha que no termina en la vida eterna, tras todos los dolores que pasaron en cada témpora de sus años. Nada se ha perdido de cuanto sus labios de cura proclamaron en el nombre del Señor. Nada queda baldío de lo que sus manos sacerdotales bendijeron y distribuyeron tomándolo de las manos grandes del mismo Dios. Nombres e historias que se lleva en su corazón a ese cielo prometido que él también esperó, cuyas puertas pedimos que se abran esta tarde por la misericordia del Señor. A los sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano, vaya mi abrazo más sentido con esperanza cierta, mientras decimos el adiós cristiano a este buen hermano. Y que desde la tierra de la espera que para Alejandro se abre ahora, no deje de acompañarnos y hasta de hacerse cómplice con nosotros en esa oración que no cesamos de elevar al cielo pidiéndole al Señor que nos bendiga con vocaciones sacerdotales.
Mi gratitud a cuantos le habéis estado cerca como compañeros de curso y de arciprestazgo, como familiares y amigos, con una mención especial hacia Isabel y su esposo Fernando, por vuestra delicada y generosa entrega cuidando de este querido hermano como antes lo hicisteis con otros sacerdotes también muy queridos. Dios os pague vuestro desvelo y vuestro cariño.
Descanse en paz este buen hermano que fue pastor bueno que va al encuentro con el Buen Pastor. Sacerdote de Cristo, hermano bondadoso de sus hermanos, que nos ha dejado tan de improviso en este adviento que para él ha terminado iniciándose para él la navidad que no termina. Lo que tantas veces él canto y rezó en esta época del año, diciendo ¡Ven Señor, no tardes!, ahora se ha hecho realidad cuando ha entrado en la paz de su descanso a través de quien ha venido a buscarle. Su fidelidad y entrega, en el surco bendito de una historia que ahora se hace eterna, también se hace espera para un reencuentro sin llanto y sin lutos, ni más separación alguna por el gran don de la resurrección del Señor. Que la Virgen nuestra Santina le arrope en este su último viaje y que nos veamos con él en el cielo. Descanse en paz. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
17 diciembre de 2020
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