(Alfa y Omega) El pasado 8 de abril ETA anunciaba su disolución y, asumiendo su responsabilidad de la espiral de violencia de los últimos 50 años, pedía perdón por las «injustificadas muertes». A los pocos días, los obispos de las diócesis del País Vasco, de Pamplona-Tudela, y de la diócesis francesa de Bayona, al hilo del comunicado de ETA, también pedían perdón, aunque por otros motivos: «por las complicidades, ambigüedades y omisiones de la Iglesia» durante los años de violencia etarra. Una reacción tan rápida de esta nueva generación de obispos solo se explica desde el ardiente deseo de los cristianos de aquellas Iglesias de erradicar del imaginario colectivo español la percepción de ambigüedad que, ante la barbarie terrorista, tienen de las iglesias vascas y que, como un tópico, repite «ETA nació en las sacristías». Este comunicado reconoce que el posicionamiento de la Iglesia ante el terrorismo ha tenido dos etapas distintas y opuestas.
La primera, plagada de ambiguas complicidades, la que estuvo marcada por el relato del obispo de San Sebastián, José María Setién. Un relato construido sobre el argumento de que, por su complejidad, era un tema que solo podía entenderse in situ y, por lo tanto, solo los obispos locales, estaban capacitados para posicionarse. Fue este el relato, que aceptado por el conjunto del episcopado español, lo llevó a pecar de omisión. Entendían que la Conferencia Episcopal Española, por estatutos y misión, era un organismo que no podía invadir la jurisdicción de las iglesias locales.
En 1999, el episcopado ya no pensaba así. Entendía que el silencio podría ser interpretado como un silencio cómplice y la sociedad podría pensar que los obispos españoles estaban sometidos por los obispos vascos. En la Plenaria de noviembre, la primera que presidía el nuevo presidente, el cardenal–arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, dado el malestar del colectivo que creía conveniente una declaración clara y contundente de la CEE condenando el terrorismo etarra, el nuevo presidente vio la ocasión propicia para tomar el pulso a los obispos abordando el tema en una de las sesiones reservadas. Los obispos hablaron libremente. También lo hizo Setién, defendiendo su postura, esta vez con argumentos jurídicos, diciendo en tono jocoso: «No entendiendo cómo la Santa Sede nombra obispos que luego no ejercen sus responsabilidades», y acabando su intervención con un argumento ad hominem, en el que cuestionaba la presencia del entonces arzobispo castrense, José Manuel Estepa, presidiendo entierros y funerales en diócesis vascas, ya que, según dijo, «es algo que corresponde a los obispos diocesanos». Por alusiones, el hoy cardenal Estepa dijo que, si se hablaba de jurisdicciones, «yo tendría que explicar a los militares que, puesto que pertenecen a la jurisdicciones eclesiástica y a la castrense, tienen la desgracia de ser cristianos y militares», concluyendo en tono vehemente diciendo: «Mientras ustedes se piensan si es oportuno hablar, o no, yo continuaré enterrando militares». Para Estepa, según confiesa en sus memorias, ese día sintió que se cerraba una etapa en la que «lo que más me dolió fue la actitud de algunos obispos, a los que, al invitarlos a presidir entierros y funerales, me respondían diciendo que presidiera yo; pero hubo uno que, molesto, me llamó para decirme que era misión mía; que para eso me pagaban. Aquello me dolió profundamente».
Aquella fue la última vez que José María Setién asistió a la sede de la CEE. El 13 de enero de 2000, tras una ambiguas declaraciones después de un atentado, presentaba al Vaticano su renuncia «por razones de salud».
Y, como Estepa intuyó, la Iglesia española comenzaba una nueva etapa en su posicionamiento ante el terrorismo, una etapa que se inauguraba en noviembre de 2002 con la publicación de uno de los documentos más importantes de la reciente historia de la iglesia española, Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias. Además, llegaba en un momento oportuno, limando la tensión provocada unos meses antes, cuando los obispos vascos mostraron su preocupación por «las consecuencias que para el proceso de paz en Euskadi, pudiera tener la ilegalización de Herri Batasuna» y que había dado lugar a una queja formal ante el Vaticano por parte del Gobierno de Aznar.
Conversando hace unos días con el cardenal Estepa sobre la noticia de la disolución de ETA, me decía: «Es una gran noticia, pero yo no puedo borrar de mi memoria tantos llantos ante los féretros; la voz a gritos del coronel Carrasco, en la capilla del Hospital Gómez Ulla, invitándonos al perdón para los asesinos de su hijo menor; las viudas que tan gran lección de fortaleza y esperanza nos daban; a Carmen, con sus dos hijos pequeños, a los que ella misma comunicó que su padre, Jesús Cuesta, teniente coronel, estaba ya junto a Dios; a Conchita, que después del asesinato de Pedro Antonio Blanco, confesaba que no odiaba, que no sabía, ni podía odiar».
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