Fue el Papa san Pio X el que introdujo la primera comunión en la infancia, a comienzos del siglo XX. El quería comulgar de niño y se lo dijo a su párroco, que le remitió al obispo. Cuando el obispo vino a la parroquia, Pepito, aquel monaguillo que quería comulgar, se dirigió al obispo haciéndole la petición. El obispo le hizo entender que la norma era de la Iglesia universal y él no podía cambiarla y terminó su explicación con una evasiva: «Cuando seas Papa podrás cambiarlo». Y aquel monaguillo, Pepito Sarto, cuando llegó a Papa con el nombre de Pio X, lo primero que hizo fue conceder a todos los niños del mundo poder acercarse a recibir a Jesús en la comunión, como él lo había deseado desde niño sin haber podido cumplir su deseo.
Lo que parece una simple anécdota tiene mucho trasfondo. La Iglesia que siempre ha estimado sobremanera la santa Eucaristía y que ha puesto muchas condiciones para acercarse a recibirla, por medio del Papa san Pio X universalizó la comunión diaria y la puso al alcance de los niños. Hay quienes piensan que todo el movimiento misionero que viene en las décadas siguientes tiene su origen en este acercamiento de los niños a Jesús Eucaristía.
La comunión de los niños lleva consigo todo un catecumenado de iniciación cristiana. El niño aprende a tratar con Jesús como un amigo, es introducido en la profundidad de los misterios de nuestra fe cristiana, y lo hace sin ninguna barrera. Sorprende a muchos catequistas constatar cómo los niños preguntan y se meten de lleno en el misterio de Dios, tratándole con una familiaridad que en muchos casos no volverá a repetirse en sus vidas. Es fundamental, por tanto, que en esta experiencia de fe infantil vayamos a lo esencial, sin perdernos en perifollos o montajes artificiales.
«Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis» (Lc 18,16). Por una parte, favorezcamos ese encuentro que tiene mucha más importancia de lo que parece, va a dejar una huella en el alma de esos niños, como una experiencia fundante de la relación con Dios, con un Dios tan cercano, que lo puedo comer y lo puedo tratar como amigo. Y por otra parte, no lo impidamos con nuestros planteamientos de «adultos». En torno a las primeras comuniones se ha montado un tinglado que desfigura la naturalidad de lo sobrenatural, que antepone lo vistoso a lo invisible, que monta la fiesta por fuera sin acompañar al niño en lo que está viviendo por dentro.
La primera comunión es una invitación ante todo a comulgar por parte de todos los asistentes. Quizá haya quienes no puedan acercarse. Pues, hagan comunión espiritual. Vivan lo más unidos posible a Dios para sintonizar con lo que el niño está viviendo. No aturdamos al niño con regalos que no son apropiados ni tiene capacidad de asimilar. El regalo por excelencia es Jesús y para no distraer, dejemos lo regalos para otro momento. No se trata de que el niño aparezca como el príncipe imaginario de los cuentos que lee, ni que la niña aparezca como una novia engalanada. Es todo mucho más sencillo. se trata de que el alma esté limpia y adornada para Jesús, con un vestido de fiesta sencillo que sirva para futuras ocasiones.
¡Ah! Y cuando el niño ha hecho la primera comunión, no termina todo. Comienza una nueva vida que hay que cuidar con esmero. Es más importante el año posterior a la primera comunión que el año anterior de preparación, porque durante el año posterior y los que siguen, el niño puede comulgar y ha de ser acompañado para aprender a tratar a Jesús y llevar esa experiencia de encuentro a la vida cotidiana del hogar, del cole, del juego, de toda su existencia. Jesús viene para hacerse amigo con una amistad que dure hasta la eternidad.
Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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