Diálogo en el lago de los ojos
Rescato de entre mis papeles unas líneas que a vuelatecla escribí hace tiempo. Ponía en el encabezamiento de mi apunte algo así: el lago de los ojos. No se trata de un ballet que pudiera remedar al célebre lago de los cisnes del músico rusoTchaikovsky, sino lo que me sugirió la noticia necrológica especial y me llamó tanto la atención.
Con tan sólo 66 años moría la Hermana Cristina Kauffman, a consecuencia de un cáncer que en pocos meses le sacó billete para el viaje más importante de la vida. Una monja carmelita descalza que nacida en Suiza se afincó en España hacía cuarenta años, cuando vino en búsqueda del solar patrio de Santa Teresa y San Juan de la Cruz.
Muchas veces he tenido el regalo de encaramarme en las altas cimas de los Picos de Europa, los Pirineos, los Alpes, y he contemplado la belleza distinta de los lagos que salpican esas montañas. Reflejan en su superficie tanto la profundidad de sus aguas como el cielo que les observa: el color es una expresión en nuestros lagos de la hondura interior hacia el fondo así como de la altura exterior soleada o estrellada. Dos dimensiones que permiten dar color a la sencilla belleza de un lago de montaña.
Esta monja suiza, tenía los ojos azules, decía así el comentario necrológico, tal vez de tanto mirar el cielo de su hermoso país natal. Es cierto que sus ojos tenían mirada de cielo. Pero el azul dulce de su mirar, también daba cuenta de la hondura de un corazón enamorado de Dios que quería cantar su amor y su belleza.
La Hermana Cristina se hizo célebre cuando puso a rezar a media España en un programa televisivo en hora de audiencia máxima, cuando la entrevistadora le pidió que rezase algo a Dios, así en público. No fue una pantomima ni una piadosa exhibición, sino algo que tenía el marchamo de lo auténtico, de lo bello y libre, de lo que sabe a lo que sabe Dios. Y con sus ojos azules recogidos, se abismó en la hondura de dentro para llenar de color celeste a cuantos impávidos vieron en directo nada menos que un diálogo con Dios.
Fue su particular diálogo de carmelita, parafraseando el título de la famosa novela de Bernanos. Un diálogo simple y lleno de verdad, como aprendiera esta monja contemplativa de su fundadora Santa Teresa: que orar es tratar de amistad con Aquél que sabemos que nos ama. Así de sencillo y así de sublime a la vez.
El lago de los ojos, que nos muestran el azul del cielo en la profundidad de nuestro corazón. Dicho de otra manera, los ojos nos cuentan la fe en Dios cuando se hace honda en nuestro interior. Por eso me viene, inevitable, la pregunta: ¿qué cuentan nuestros ojos, qué susurran, qué belleza serena nos describen o qué paisaje aterrador?
Las hermanas de comunidad nos relataron su postrero diálogo de carmelita: “os quiero mucho, y aunque soy y me siento pobre, tengo a Dios y os doy a Dios. Sólo sé que Dios es amor”. ¡Tremendo testamento espiritual! Cuando uno se asoma a estos testimonios tan llenos de fe sin tapujos, con enorme delicadeza y humanidad, le entra eso que llamamos santa envidia, la envidia por el bien y la paz, al tiempo que balbucea una oración como esta buena hermana hizo ante aquella improvisada audiencia: Señor, que sepamos mirar al cielo para llenarnos de tu color, que guardemos tu luz en la hondura del alma, y que el lago de nuestros ojos cuenten de mil modos tu Belleza, enciendan tu lumbre bendita y abracen con la entraña de tu amor a quienes más lo necesitan. Descanse en paz la Hermana Cristina, abriendo para siempre sus ojos azules en ese lago eterno del Rostro bueno del Buen Dios.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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