miércoles, 13 de noviembre de 2013

Reflexiones sobre educación

 
 
 
La semana pasada me refería a la educación, con el trasfondo de la Lomce. Prosigo con mi reflexión. Miro, en estos momentos, a los niños y a los jóvenes, que deberían ser objeto muy predilecto de la atención de todos. Como ciudadano y más aún como obispo, me preocupa la situación humana y moral que refl ejan tantos y tantos niños y jóvenes de hoy, como también otras manifestaciones ampliamente extendidas en nuestra sociedad.

La quiebra moral y humana que padece nuestra sociedad es grave: más que algunos males concretos, el peor de todos ellos es no saber ya qué es moralmente bueno y qué es moralmente malo; se confunde a cada paso una cosa con otra, porque se ha perdido el sentido de la bondad o de la maldad moral; todo es indiferente y vale lo mismo; todo es relativo y casi todo vale; todo está permitido; todo es lo que cada uno decide por sí y ante sí como válido, todo es cuestión de decisión. Más grave aún resulta el desplome de los fundamentos de la vida humana, de la verdad del hombre, la pérdida de horizonte humano, de sentido de la vida. Estamos sucumbiendo a esa especie de «hombre light» de esta época, que vive a ras de tierra, carente de referentes, con un gran vacío moral, poco feliz aun teniendo bastante, y –habría que añadir, puesto que está en la base de esto– sin Dios.

(En el fondo, se pretende, con intención o sin ella, elaborar una antropología sin Dios). Está en juego la persona, el hombre, la verdad del hombre, y, consecuentemente, la convivencia humana y el futuro del hombre y de la sociedad). Los jóvenes, de una manera u otra, aunque no estén muy seguros ni lo parezcan, buscan que haya un sentido para la vida o que la vida tenga sentido. La escuela, el sistema educativo –sin excluir la Lomce–, no les ofrece –al menos suficientemente– respuesta a esta búsqueda fundamental, al contrario, más bien la ignora o la oculta detrás de un predominio en la enseñanza de la razón práctica-instrumental, calculadora y funcional. La respuesta no puede ser otra que ofrecerles a los niños y jóvenes la verdad del hombre que ellos andan buscando.
El proyecto de la Lomce, con todos mis respetos, parece que no ha tenido en cuenta satisfactoriamente esta situación y las exigencias educativas que esto comporta; tampoco la ha tenido el anterior y todavía vigente ordenamiento educativo con repercusiones tan notables y graves. Por supuesto que una de las grandes preocupaciones de la enseñanza hoy debe ser el fracaso escolar en los aspectos cognitivos para poder vivir en una sociedad de conocimiento, como también debe preocuparnos en orden a dicho fracaso el equipar y dotar a los chicos de instrumentos y capacidades para el desarrollo de la sociedad –incluidas la producción y la economía–. Pero el fracaso más hondo está en algo más
fundamental y originario todavía: está en la educación de la persona, en la cual no debería faltar la respuesta a las grandes preguntas insoslayables e irreprimibles sobre el hombre, sobre su sentido, sobre su destino, sobre la verdad última, sobre el ser personal de cada uno. Sin esto no hay formación moral, ni formación para la convivencia y para el bien común de la sociedad; sencillamente, no hay formación humana. Sin esto no hay educación, sin esto no hay hombre, no hay persona.

Sin esto, el fracaso escolar nunca será superado y se ahondará. El proyecto de la Lomce, si se aprueba y se pone en práctica tal y como está en el borrador enviado al Senado, no lo hace, a mi entender y al de otros, suficiente y satisfactoriamente, como tampoco lo han hecho leyes tan cercanas como la LOE o la Logse. No se trata de una cuestión ideológica –y menos aún confesional–, sino de una exigencia de la educación ya contemplada –y muy bien– en el artículo 27 de la Constitución. Ante la gravedad de la situación que vivimos es preciso insistir en que se necesita educar, y no se educa si no se ofrece una formación integral de la persona, que desarrolle la persona en todas sus dimensiones. Para ello hay que contar con criterios y fi nes. Cuando éstos fallan o son parciales o insufi cientes, además del grave error que ello entraña, se comete un grave daño a la persona y a la sociedad y su futuro. Que no perpetúe los errores existentes a este respecto, el nuevo sistema educativo propugnado en la Lomce.

Esperamos, deseamos y pedimos que así suceda. Sería una pena que se perdiese esta ocasión para tener un sistema educativo consistente y pertinente: el que España necesita. No puedo ni debo acabar este artículo sin referirme a dos hechos. Hoy, 13 de noviembre, celebramos la fi esta de San Leandro, el gran santo cartagenero, obispo de Sevilla en el siglo VI, a quien debemos lo que es España: una unidad, un proyecto común que nos une. La unidad es un bien a preservar; un bien moral que respeta e integra la diversidad, nacido en el III Concilio de Toledo que él convocó y presidió; esto sí que es común y sí que corresponde al pensamiento social cristiano que busca siempre el bien común.

El otro hecho nos llena de dolor: el tifón terrible de Filipinas, que ha causado tanta muerte, tanta destrucción y desgracia; este hecho, que tantos interrogantes provoca, nos apela a la solidaridad de todos, a la plegaria honda y llena de fe por aquellas gentes muy queridas, necesitadas de todo, al tiempo que llama a la confianza y a la esperanza que se expresan en la plegaria y en la caridad, que no escatima nada, y en nuestra cercanía más total que alivie sus sufrimientos y se traduzca en ayuda generosa. A ambas llamadas debe
ayudar una mejora sustancial de la educación.
 
Cardenal Cañizares Llovera

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