domingo, 21 de diciembre de 2025

La lección de un niño. Por Monseñor Fray Jesús Sanz Montes O. F. M.

Hacía frío en aquellas majadas con sus cercanas cumbres nevadas. La magia del tardío otoño había alfombrado los caminos llenando de misterio y encanto los senderos de nuestras pisadas. Aquellos bosques nos adentraban en el pequeño pueblo serrano, en donde el humo de las chimeneas ponía el complemento de aromas ancestrales con el buen olor a madera quemada en los llares que ambientaban las callejuelas empedradas. Al fondo, emergía la iglesia con su campanario enhiesto y sus tañidos que convocaban a la cita cristiana. Al pasar adentro, con un templo lleno de gente buena, me saludó el párroco para advertirme que estaban los más pequeños, niños y niñas que se preparaban para hacer la Primera Comunión ocupaban los bancos de adelante con ojos llenos de curiosidad. Era el domingo con el que comenzábamos el adviento, las cuatro semanas con las que los cristianos nos preparamos para la verdadera navidad. El párroco, tras presentarme a los pequeños, me indicó que en la homilía les dijese alguna palabra cariñosa adaptada a su edad e itinerario. Así lo hice con todo mi esmero.

Todos ellos me miraban con el asombro propio de estar viendo por primera vez al arzobispo en su parroquia. Le pregunté inocentemente: ¿quién de vosotros se acuerda del canto que hemos entonado al comenzar la Eucaristía? Entonces levantó su mano un chavalín, como hacen en clase cuando les pregunta la maestra. Con voz determinada dijo sin titubeo: “¡Ven, Señor, no tardes!”. Efectivamente, eso habíamos cantado todos como canto de entrada.

¿Cómo te llamas?, le dije. Él me dijo con resolución: me llamo Óscar y tengo ocho años. Muy bien, Óscar, respondí. Has acertado y tienes buena memoria. Pero… ¿a quién le dices tú “ven”? Entonces, mirando a su alrededor respondió señalando a la niña que tenía a su lado: a esta, no. Esa pequeña se quedó con los ojos como platos y puso carita de extrañeza como diciendo que no entendía nada. Se llamaba Marina y era de la misma edad que Óscar. También se preparaba para la Primera Comunión.

Yo quedé sorprendido y sin saber por dónde seguir ante esa declaración de exclusión de Óscar hacia Marina. Y como para salir del atolladero, se me ocurrió pedirle una explicación, sabiendo que era arriesgado ese careo delante de los demás niños y niñas, con una iglesia abarrotada de fieles que expresaban su delicia por la frescura del chaval y la evidente perplejidad de mi parte.

La respuesta de Óscar fue impresionante: yo a Marina no la digo “ven” porque ella está aquí, a mi lado. Yo le digo “ven” solamente a quien no está, a quien me falta. Así fue su explicación, y mi perplejidad se tornó en agradecimiento porque me estaba dando una lección, a todos nos la daba, ese pequeño que ponía en mi corazón la misma pregunta, pero al revés: ¿a quién le dices tú “ven”? ¿A Jesús, nada menos? Para venir a la cuestión que tanto bien me hizo: a Jesús, no… porque está a mi lado. ¿Seguro? La pregunta me señalaba una cuestión de envergadura: Jesús… ¿está siempre y en todo… o sólo algunas veces y en determinadas situaciones?

Llevo todas estas semanas dejándome provocar por la enseñanza de aquellos niños en los que Dios me hacía el examen. ¿Cómo se llama mi espera? ¿Cuál es la ausencia de Dios en mis miedos, mis heridas, mis rencores y mediocridades? Porque es ahí, precisamente ahí, donde tengo que cantar con todas las fibras de mi vida: ¡Ven, Señor, no tardes!

Rezo por esos dos pequeños, por aquel grupo de niños, que se asoman con inocencia al misterio de la navidad, para dar gracias por el regalo de su villancico vivido poniendo la estrofa del “ven, Señor”, en la música de sus ausencias en mi vida cristiana.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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