La festividad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos, con todos los ritos y costumbres que rodean estas fechas – como el adorno de los panteones y las visitas a los cementerios – pueden ser objeto de diversas aproximaciones; por ejemplo, desde la antropología cultural. También pueden ser analizadas desde la teología católica, que parte de la revelación cristiana, testimoniada en la Sagrada Escritura unida a la tradición de la Iglesia e interpretada con autoridad por el magisterio eclesiástico – por los obispos, por el papa, por los concilios -.
La Biblia habla de la práctica de la oración por los difuntos. El Libro Segundo de los Macabeos dice que Judas, líder de los macabeos, “encargó un sacrificio de expiación por los muertos, para que fueran liberados del pecado”. Este pasaje atestigua la validez de la intercesión solidaria de los vivos por los difuntos. Una línea teológica que hace suya, desde los primeros tiempos, la Iglesia, que ha honrado la memoria de los difuntos, ofreciendo sufragios en su favor, especialmente el sacrificio de la santa misa, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión de Dios en el cielo. San Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla y uno de los grandes padres orientales, escribió al respecto: “No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido, y en ofrecer nuestras plegarias por ellos”.
La convicción que subyace a esta práctica es la fe en la existencia del “purgatorio”; es decir, en la creencia de la purificación final de los elegidos; de aquellos que han muerto en la gracia y en la amistad con Dios, aunque imperfectamente purificados de las huellas que han dejado sus pecados. Esta doctrina ha sido formulada principalmente en los concilios de Florencia y de Trento.
El catolicismo cree que la salvación es un don de Dios. No obstante, el hombre está llamado a cooperar con este don: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía san Agustín. Y no solamente podemos colaborar en primera persona con la gracia de la propia salvación, sino que, en virtud de la comunión de los santos, del vínculo de caridad que nos une a los demás cristianos, podemos también contribuir a la salvación de los otros; incluso a la salvación de los que ya han muerto, en el caso de que necesiten ser plenamente purificados.
La creencia en el purgatorio fue rechazada por Lutero. Para él la salvación es solo gracia, sin que el hombre pueda aportar nada de su parte, excepto la fe: “Solo las Escrituras”, “solo la fe”, “solo la gracia”, “solo Cristo”, “solo la gloria a Dios”. Demasiado “solo” y, me temo, demasiada soledad en esa insistencia en la pureza, en ese afán de separar tanto lo divino de lo humano. Este rigor protestante impregna la ciudad suiza de Ginebra, donde Calvino experimentó una nueva forma de Iglesia y de sociedad. Por eso me llamó mucho la atención que, justo allí, cerca de la catedral de san Pedro, exista la “rue du Purgatoire”. El nombre de esa calle, cercana a la “rue d’Enfer” y a la “rue Toutes-Ames”, es un vestigio católico en medio de la fortaleza protestante.
Parece que el origen de ese singular callejero estaba en una antigua iglesia de la Magdalena, rodeada por un cementerio. Por el entorno de la iglesia pasaban las calles del Purgatorio, de Todas las Almas, del Infierno – calles que, como se ha dicho, todavía existen - , así como las ya desaparecidas calles del Limbo y del Paraíso. Toda una prueba de que los vivos pensaban en los difuntos. Y todo un testimonio – “la rue du Purgatoire” – de la opción del catolicismo no por la soledad, ni siquiera la de los muertos, sino por la compañía, por la comunión.
Publicado en Atlántico Diario.
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