“Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando…”.
Así comienza Jorge Manrique la primera de sus cuarenta coplas a la muerte de su padre. Sabemos que la muerte es consecuencia del pecado. Así lo enseña el Catcismo de la Iglesia: “la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado” (CEC 1008). El hombre fue creado por Dios con una serie de dones llamados preternaturales, entre otros, el don de la inmortalidad. Santo Tomás de Aquino lo explica en STh. I, q. 97 a.1 referido a la causa eficiente: “en efecto, su cuerpo no era incorruptible por virtud propia, sino por una fuerza sobrenatural impresa en el alma que preservaba el cuerpo de corrupción mientras estuviese unida a Dios. Esto fue razonablemente otorgado. Pues, porque el alma racional supera la proporción de la materia corporal, como dijimos, era necesario que desde el principio le fuese dada una virtud por la que pudiese conservar el cuerpo por encima de la naturaleza material corporal”.
Solo tras la caída de Adán y Eva en el Pecado Original entró la muerte en el mundo como consecuencia del mismo. Así, son muy acertadas estas palabras del Catecismo: “Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida” (CEC 1007).
Sin embargo, la muerte también ha sido redimida por Jesucristo adquiriendo un sentido positivo: por el Bautismo hemos sido incorporados a la muerte y resurrección de Jesucristo. La muerte física es tan solo la consumación de esta unión con Cristo y perfección de esta incorporación a su misterio pascual.
Este doble aspecto de la muerte – la tristeza del desgarro de la vida presenta y la alegría del anhelo de la vida eterna – fue siempre objeto tanto de la escatología como de la liturgia cristiana. Como muestra, recordemos las palabras de San Pablo cuando se debate entre morir o no: “Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia. Pero, si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger. Me encuentro en esta alternativa: por un lado, deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero, por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros. Convencido de esto, siento que me quedaré y estaré a vuestro lado, para vuestro progreso en la alegría y en la fe” (Flp 1, 21-25) o las del mártir San Ignacio de Antioquía en su Carta a los romanos: “Para mí es mejor morir en Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima […] Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre”.
Esta tensión fue resuelta en la celebración del misterio cristiano cuando, al perfilarse la teología del color, la Iglesia asumió, al menos desde el s. IX, el color negro para la misa y oficio de difuntos. Tal ha sido la estima de la Iglesia por el color negro en la liturgia que el mismo Pio XII escribió en la encíclica que consagra el movimiento litúrgico, Mediator Dei: “se sale del recto camino quien desea devolver al altar su forma antigua de mesa; quien desea excluir de los ornamentos litúrgicos el color negro”.
Así, el color negro expresa el dolor de la Madre Iglesia por la muerte de un hijo, la pena y la tristeza humana ante el desgarro que supone perder a un ser querido. Sin embargo, el color negro debe estar roto por el dorado. Nunca es un negro seco o apagado. El dorado que rompe la negritud del ornamento evoca la luz Pascual porque sólo en Jesucristo se encuentra la esperanza del género humano que se dirige hacia la muerte.
La oscuridad que impone al corazón del hombre la tragedia del morir está transida por la luz pascual que abre al ser humano hacia su destino eterno de salvación. La humanidad camina hacia la eternidad, aunque para entrar en esa eternidad sea necesario experimentar el humano morir.
Sólo Jesucristo, en quien se esclarece el misterio del hombre (cf. GS 22), puede enjugar las lágrimas que la pena hace brotar en el corazón humano. El mismo Jesucristo experimentó en su humanidad santísima esa pena como leemos en el evangelio de Juan “Jesús se echó a llorar” (Jn 11, 35) cuando iba a resucitar a su amigo Lázaro.
Por tanto, los ornamentos negros con hilos dorados son la expresión plástica, junto al Cirio que se enciende al inicio de la celebración, del misterio pascual que vive el cristiano en sus carnes cuando enfrenta su muerte. Casulla negra y cirio pascual forman una unidad simbólica insuperable que aúnan realismo y esperanza, dolor y gozo, lo humano y lo divino.
La mejor expresión de lo vívido de este juego simbólico se encierra en estas palabras de la liturgia de difuntos: «Junto al cuerpo ahora sin vida de nuestro hermano N. encendemos, oh Cristo Jesús, esta llama símbolo de tu cuerpo glorioso y resucitado. Que el resplandor de esta luz ilumine nuestras tinieblas y alumbre nuestro camino de esperanza hasta que lleguemos a ti, oh claridad eterna, que vives y reinas inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos. Amén«.
Os dejo con la quinta copla de Jorge Manrique:
“Este mundo es el camino
para el otro, que es morada sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que, cuando morimos,
descansamos.”
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