Aquel pequeño tenía tan sólo cinco o seis años cuando, agarrado de la mano de su abuela paterna se asomaba preocupado al paso de una procesión para él extraña. Eran personas vestidas de un modo raro, que cubrían la cabeza con un capirote puntiagudo dejando tan sólo dos agujeros por los que se asomaban unos ojos que veían sin poder ser vistos. Tantos de ellos iban descalzos e incluso arrastraban cadenas, algunos cargaban a sus hombros unas cruces de madera mientras sonaban los tambores y cornetas de la fanfarria semanasantera. Acabada la procesión, aquel niño era un mar de preguntas. La abuela intentaba responderlas como buenamente podía. Y le explicaba qué era aquel desfile, porqué aquellos cantos de saeta, los atuendos sobrios, los pies descalzos y la cruces que se hundían en unos hombros frayados mientras avanzaba la comitiva.
Aquel pequeño fue creciendo, y aprendió a reconocer otras procesiones diversas, en donde son otros los penitentes piadosos, otros los curiosos indiferentes, otros los que azuzan y aplastan, y siempre Otro el único que a todos salva. Así crecí yo, en medio de las sucesivas semanas santas de mi Madrid natal.
1. Ser pregonero, oficio de humildad
Comienzo diciendo que no hay botón de pausa en la aventura de vivir que acompasan nuestros días. Nos gustaría, tal vez, detener los instantes que se nos antojan hermosos y placenteros, esos que dibujan en nuestros labios la mejor sonrisa y dilatan nuestra mirada hacia horizontes bondadosos y ciertos. Pero su magia se nos cuela entre los dedos y se nos escapa imparable por más que nosotros la apretemos haciendo de las manos un colador estrecho. Más nos gustaría, acaso, soplar con fieros hálitos lo que nos acorrala e importuna poniendo a prueba nuestra paciencia y descanso y que, sin embargo, se empeña en seguir ahí, provocándonos en un dale que te pego con su impostura que nos humilla por fuera y nos desgasta por dentro.
Si estamos vivos, con nuestros errores y aciertos, la vida no nos permite atajos que nos hagan fugitivos como quien se esconde furtivamente cuando los vientos solanos nos agostan y cuando nos escarchan los vientos cierzos. Pero, vive Dios que estamos vivos, a Dios gracias, y esto nos permite volver a comprender lo que estos días ya tan cercanos significan para nuestra fe honda, para nuestra devoción sincera, para nuestra religiosidad popular, y también para la cultura que ha ido tejiendo el bordado social de nuestra historia occidental y cristiana a la que no sabemos ni queremos renunciar.
Y así, nos encontramos en este rincón del mundo en los aledaños de Oviedo, en la querida parroquia de San Félix de Lugones. El nombre de Lugones proviene en su topónimo de los hijos de Lug, en la mitología celta. Lug era el dios ancestral del sol, y los Lugones eran los hijos de esa luz brillante como el astro rey. Bien traído el apunte mitológico, porque de la luz hablamos también los cristianos cuando nos disponemos a celebrar el final de la noche que nos oscurece y acorrala, mientras se enciende para siempre la mañana de pascua en este trance de dar comienzo a una semana especial, esa que los cristianos llamamos semana grande por tantos de nuestros recuerdos más nobles cuando hacemos memoria cada año de la primera Semana Santa de la historia. Una semana grande y santa con las plegarias de una liturgia solemne y sagrada, con las torrijas que mitigan los ayunos y las saetas que se hacen piadosos requiebros, con las procesiones que vienen y van en medio de la devoción sincera de un pueblo.
En esta ocasión seré yo el donante del verbo, con mi palabra asombrada y mis versos en prosa, para intentar recordar en voz alta ante ustedes lo que yo no quiero olvidar personalmente en mis adentros, tratándose como se trata nada menos que de pregonar algo más grande que mi talento. Que no vengo a pregonar una verdad que pudiera tener tan sólo mi medida, ni una belleza que sólo contase con la firma de mi ingenio, ni una bondad que sin más coincidiese con mi escasa virtud. La grandeza del pregón que quiero comunicar, consiste en que, aunque lo canten mis labios, no me tiene a mí como autor, sino que me obliga a ser yo también oyente del relato pregonado que coincide con la historia del mismo Dios. Ser pregonero de una Verdad, de una Belleza y una Bondad, que también se me dan a mí como gracia y como don, constituyéndome simplemente en su humilde vocero, es decir, en su pregonero portavoz.
2. Entre el carnaval y las cenizas
Siempre que nos asomamos a las cenizas y los carnavales del comienzo de la cuaresma, podría parecer que estamos como ante una pugna, ante ese pulso que cada año dicen que volvemos a plantear los cristianos frente a todos. Es fácil endosarnos una especie de uniforme oscuro, en divisa cenicienta, que tal vez podría dar la apariencia que somos gente dura, gente triste, amiga siempre del recorte de cualquier abundancia. Así se nos caricaturiza en no pocos foros de la opinión pública. Pero, evidentemente, no nos reconocemos en tal.
Para algunos la cuaresma es como una especie de secular venganza de la Iglesia contra la alegría, contra la visión optimista y desenfadada de la existencia. Llega la cuaresma cristiana y su mensaje sigue resultando extraño para tanta gente. Tanto que, algunos organizan su correspondiente vacuna folclórica, esa para la que sí hay subvención: se sacan las coreografías del carnaval al uso, con disfraces picarones, caravanas divertidas, desenfrenos de encargo y pequeñas orgías a medida según dicte la charanga charlatana de turno y sin medida.
¿Y los cristianos? Dale con su cuaresma, con su ayuno y abstinencias, con sus limosnas y oración. Quien tuviera que hacer una crónica apresurada de este escenario, tendría un fácil titular periodístico: la vieja batalla entre la vida y lo mortecino, entre la señora cuaresma y don carnal, entre la libertad y los diez mil mandamientos, entre el paraíso fiscal sin todos los “ivas” y el olimpo penal donde se acaban las risas. No faltarán los que, alardeando, tal vez, de cuatro ideas religiosas prendidas del baúl de sus pretéritos, digan incluso: pero, después de todo, ¿no ha resucitado Cristo ya? ¿A qué vienen, pues, todas estas alharacas cenicientas en las que la Iglesia se empeña cada año? Y surge casi inevitable la inevitable conclusión: los cristianos han perdido el tren de la vida, repiten sus trasnochadas cantinelas, y sus musas son sirenas vestidas de luto que nos dan pena.
Hemos de decir que sí, que los cristianos creemos que Cristo ha resucitado. Pero nosotros no. En nuestra vida quedan aún tantas cosas que tienen pendiente la pascua del Señor, tantas zonas en las que su luz resucitada no ha podido entrar iluminando. Hacemos este camino cuaresmal con la alegría de un evidente realismo que deja fuera cualquier hipocresía, sin disfraces ni caretas: necesitamos resucitar también nosotros. Y lo queremos hacer andando el camino de Jesús. No creemos en una alegría fugaz, de prestado, que se pone como una careta para disfrazar una realidad mucho menos halagüeña. Creemos en una alegría que es fruto de la verdad, de la verdad de nuestra vida, porque sólo la verdad nos hace libres y nos da esa alegría que nadie nos podrá arrebatar.
La cuaresma que nos aprestamos a concluir, no es un túnel negro e insorteable que cada año hemos de recorrer los cristianos. Es un camino por el que volvemos a tomar el sendero que habíamos perdido, la paz que habíamos quebrado, la belleza que habíamos manchado, la bondad que habíamos embrutecido y la fidelidad que habíamos traicionado. Todos tenemos, en mayor o menor medida, necesidad de volver, esa vuelta que en el lenguaje cristiano llamamos conversión. Volver a Quien dejamos en la aventura de vivir como jirón a pedazos. Volver a empezar dejándonos abrazar por una misericordia perdonadora infinitamente mayor que todos nuestros traspiés juntos que relatan los pecados que cometemos.
3. Aquel primer viacrucis, de la primera procesión de Semana Santa
Todo lo que representa el viacrucis de Cristo no es un absurdo episodio perdido en un rincón del mundo hace dos mil años. Es el drama del amor de Dios que tuvo que masticar la inca¬pacidad y dureza de la humanidad, un drama siempre entre nuestras tragedias y nuestras comedias. Aquella historia también nos pertenece y los in-terlocutores no fueron sólo judíos y romanos, sino cada pueblo, cada hombre y cada mujer, que a su modo y manera, estaba presente en aquel viacrucis real. La vida de cada uno ha estado representada en cada uno de los momentos de aquellos episo¬dios: es el precio pagado por Cristo para que yo pudiera ser sencillamente feliz. Pero allí estaban mis miedos en los huidizos discípulos; allí mis traiciones en las lágri¬mas de Pedro; allí mis cinismos en la evasión de Pilato; allí mis frivolidades en la complicidad del pueblo... Y también estaba lo mejor de nosotros, ese trozo bonda¬doso de corazón siendo fiel a toda costa como María y Juan o arrepentirse en el último momento como Dimas el buen ladrón, o prestarse a cargar un rato la cruz como el cirineo amigo llamado Malco. La Pasión del Señor estaba abrazando todas las demás pasiones de los hombres con tantas fechas, con tantos nombres. La pasión de la humanidad de nuestros días, sumida en el miedo, en el terror, en la injusticia que resume todas las hambres y amordaza cualquier felicidad.
Pero en esa procesión que va por fuera en estos días de Semana Santa, se despierta en tantas personas la procesión interior, esa que se zanja y se curte en los pliegues del corazón y en las orillas de la conciencia. Tantas preguntas que nos asaltan sin la inmediata respuesta, tantas nostalgias buenas de los mejores recuerdos de nuestra inocencia infantil y juvenil, tantos sinceros deseos de hacer mejor las cosas, de pedir perdón por los pecados y los yerros, tantas esperanzas en que nazca un mundo nuevo en donde Dios sea glorificado y los hombres todos bendecidos. Es la procesión interior de las periferias del adentro en donde Dios es el curioso que nos mira con ojos de misericordia sentado en la linde de nuestras esperanzas y nuestros desesperos. Él nos ve pasar, y se conmueve ante nuestras penumbras y nuestros luceros para poner paz sosegadora y horizonte con meta a nuestros pasos inciertos. Y, es que todos somos cofrades de esas procesiones que van por fuera y las que van por dentro.
4. Dios se hace también cofrade en medio de nosotros
De Nazaret salió un día un Jesús adulto, treintañero. No hubo lágrima que Él no enjugara con un consuelo que del cielo venía. Ni tampoco sonrisa que no hiciera suya compartiendo la alegría de la gente sencilla. Vio jugar a los niños con la inocencia infantil. Vio rezar arrepentido al publicano en el rincón más oscuro del templo dándose golpes en el pecho, como también se fijó en quien con altanería presuntuosa iba a cobrar del Altísimo el pago de sus limosnas y plegarias. También tomó nota de quienes esquilmaban a los demás con cargas, impuestos y fanfarrias vacías, y puso de ejemplo a la anciana que fue con sus canas a dejar en el templo la preciosa ofrenda de todo lo que tenía.
Y de aquí para allá fue encontrando enfermos, tullidos, cojos, ciegos, mudos y sordos, leprosos… todos ellos con su dolencia en el cuerpo y con su tragedia en el rostro, que encontraron en aquel Jesús Nazareno una mano tendida que acercaba la gracia del bálsamo de una curación como bendición inmerecida. Pero también otros dolores, más íntimos y no menos dolorosos, que son los que infligen el pecado, el desprecio, la traición, el abuso y el robo: también para todos ellos hubo una luz que ofrecer, una gracia que repartir, unos brazos que acogían con misericordia.
Jesús Nazareno sigue la procesión de la vida allí por donde la vida pasa. Y esto es lo que nuestras parroquias viven con esmero en estos días semanasanteros. Como las cofradías y hermandades sostienen con la devoción de sus cofrades, el talento de sus pasos y el compromiso de sus caridades. Resulta bello constatar la solidez de nuestras cofradías que cuentan con el apoyo y el afecto de niños y jóvenes, adultos y ancianos poniendo lo mejor de sí mismos transmitiendo la memoria viva en los pasos de Jesús y de María.
Hoy son otros los llantos y otras las sonrisas. También cambian las circunstancias de los dolores que nos arrugan, los pesares que nos doblan, y los pecados que no logramos echar fuera por más que sepamos de su chantaje y engaño. Pero en las calles de nuestras ciudades, villas y pueblos Jesús Nazareno sigue adentrándose por los mil vericuetos y callejones sin salida. Su paz, su bondad, su verdad, se hacen bálsamo y sabiduría, apoyo y consuelo, para que la vida siga adelante mientras construimos celosos un mundo nuevo, renovado, para dejar en preciosa herencia a la generación venidera. Esta memoria viva, es lo que con tanta diligencia y acierto llevan adelante nuestras cofradías y hermandades. Dios sea bendito en sus cofrades y que se siga escribiendo esta hermosa historia que nos asoma al Señor que se pasea por nuestras vidas dándonos su paz, su consuelo y su gracia.
Queridos amigos, el pregón de Semana Santa que viene a abrir estas fiestas entrañables, nos acerca una palabra que yo no podría susurrar, y nos acerca también un silencio que yo no podría contener. Por eso, he querido ser sencillamente un humilde pregonero de lo que Dios nos dice por amor o lo que por amor también nos calla.
Os deseo de corazón una feliz Semana Santa para poder brindar más felizmente todavía por la Pascua de quien resucitó su muerte y la nuestra.
El Señor os bendiga y os guarde junto a nuestra Madre la Santina de Covadonga.
Y por vuestra amable atención, muchas gracias.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Lugones 1 abril de 2023
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