Se descubrieron sus rostros y aparecieron tras las estaciones de penitencia, entonces la luz de la alegría de pronto se entreveía en sus ojos y en las amables sonrisas. Así pude ver, de nuevo, una procesión casi póstuma, el pasado domingo de pascua. Anteriormente era otra la indumentaria y la guisa, porque en el corazón de la Semana Santa se procesiona por nuestras calles y plazas aquel precio que tuvo nuestra dicha. Son los pasos cofrades que acompañando escenas de Jesús o de María, recordaban en su andadura por las ciudades y pueblos las vías dolorosas por las que el Señor y la Madre anduvieron en aquel primer triduo pascual de la historia.
Pero llegando el domingo de resurrección, la procesión es otra. Se frecuentan las mismas calles, se llegan a las idénticas plazas, pero a quien se rinde homenaje procesional es solamente a Cristo resucitado como único paso a tener en cuenta. Los estandartes de las Cofradías y los hermanos cofrades que los secundan, tenían otro aire al viento de ese día, porque se les puso a todos carita de aleluya festivo, como quien quiere dar testimonio de cómo la vida no termina con la muerte desde que Cristo la venció la suya y la mía.
Se abre ahora la otra procesión, porque la vida de las cofradías no se ciñe únicamente a ese momento intenso que ellas afrontan llegando los días de la Semana Santa, sino que hay tantos escenarios en donde un cristiano cofrade sigue deambulando cuando se trata de su estancia en el hogar con su propia familia, en el círculo de amigos con los que departe y comparte tantas cosas, el ámbito del trabajo sea cual sea su profesión o su descanso si ha llegado a la edad de la jubilación.
Y, luego, todo un sinfín de circunstancias variopintas que va desde cuanto se vive en la ciudad, en el país, o el mundo, y que tiene que ver con la paz o las guerras entre los pueblos, con la convivencia serena o crispada de nuestro entorno social, con la política seria y constructiva o la que es cicatera y mentirosa, con las leyes que sin demanda ni debate nos imponen las fobias y filias de algunos mandamases ignorantes y malvados, dejando al pairo la vida del no nacido, la vida del anciano o enfermo terminal, la vida del que sobrevive cada mes por falta de trabajo, la vida confundida y tergiversada en el pim-pampún del disparate. Pero también otras circunstancias que tienen que ver con el lado amable de la existencia, cuando la familia resiste los embates y los envites de quienes la quieren debilitar y destruir, cuando el amor se afirma como la más hermosa decisión mantenida fiel aún en medio de dificultades, escollos y penumbras, cuando los niños ocupan su lugar y se les deja crecer como han sido creados sin manipular sus vidas afectivas y su condición sexuada, o cuando no se les sustituye por las mascotas.
Estamos llamados todos los cristianos a ser indómitos cofrades que dan testimonio de la verdad, de la bondad y de la belleza, como anuncio de lo que vale la pena, más importante que la denuncia de lo que es estéril por vivir de la mentira, fundarse en la maldad y apostar por la fealdad que nos destruye. Ambas cosas hay que hacer en los tiempos recios que nos tocan: el anuncio y la denuncia. Para que la aportación serena de los cristianos sea una ventana abierta que señala horizontes distintos que nos dilatan la mirada y nos encienden el corazón. Demasiadas neblinas nos oscurecen ya los ojos y nos hielan el alma, como para renunciar a este cometido de ser testigos de cuanto Jesús nos obtuvo con su triunfo sobre su muerte y la nuestra. Así lo iban diciendo y haciendo aquellos primeros cristianos hace veinte siglos, gente sencilla, humilde, que en medio del declive de todo un imperio decadente que acabó devorándose a sí mismo, ellos supusieron un punto de partida que marcó en el deseado y siempre pendiente nuevo inicio. Feliz pascua, amigos. La procesión es otra.
+ Jesús Sanz Montes ofm,
Arzobispo de Oviedo
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